Las chocolatinas, ¡qué gran invento!. Quién no ha tenido, alguna vez, la cara llena de churretes gracias al chocolate de una de ellas. Y lo que han dulcificado nuestras vidas. Sin embargo, y aún a pesar de sus virtudes, nos han procurado buenas dosis de felicidad, al menos de pequeños, me he dado cuenta de que las chocolatinas fueron mi primera experiencia con el premio, o con la promesa de este, para ser más precisos, a cambio de modificar mi actitud, ceder en algún comportamiento o, simplemente, aguantar una situación.
O dicho de otro modo, mi primera experiencia con los paraísos diferidos. Niño, si te portas bien, te podrás comer esta chocolatina; déjale el muñeco a tu primo, que mira lo que te vas ganar; anda bonito, si te acabas toda la comida, esta chocolatina de postre. Eran el regalo, a posteriori, si cumplías las reglas. Y así ha sido toda nuestra vida, o la mía al menos. Un interminable callejón de premios futuros a cambio de seguir las reglas. Unas reglas que, por otra parte, no siempre estuve seguro de que fueran las mías. Historia de las imposiciones, de la socialización o, simplemente, de la doma. Para gustos, colores, aunque mi miopía magna no me haya permitido apreciarlos en todos sus matices. Quizás, en mi caso, vista y cerebro hayan ido de la mano.
Pero el primero, y quizás más perdurable, de todos los paraísos diferidos que abracé, con todo el fervor y la ingenuidad de que es capaz un niño con la mirada limpia, fue el catolicismo. No es mi intención, no se me enfaden mis amigos católicos militantes, hacer una crítica general de las doctrinas eclesiásticas. Ni es mi propósito, ni este el medio. Me interesa solo destacar que fue el primer paraíso diferido con el que me tropecé, ya en mi tierna infancia. El primero, tras la experiencia con el chocolate, de mayor entidad.
La vida es un valle de lágrimas, nos decían. Hemos venido al mundo a sufrir, y con cuanta mayor dignidad lo hagamos, más seguro tendremos el paraíso. Este era el premio, el edén y la vida eterna. Pero para ello, debíamos estar dispuestos a sufrir dignamente los avatares de la vida terrena. Y conforme a sus reglas, lo que ahora no viene a cuento. Tengo para mí, no obstante, que en un principio y en cuanto filosofía de vida, encerraba una enseñanza positiva, si dejamos de lado las reflexiones sobre el fenómeno de la trascendencia que implican las religiones. Intentar ayudarnos a sobrellevar el caos y los reveses que la vida entraña, en el sentido unamuniano del San Manuel Bueno Mártir, puede resultarnos provechoso.
Al fin y al cabo, si nacer es comenzar a morir, cualquier ayuda es poca para aprender, si es que se puede, a enfrentar tan terrible desenlace, culminación de todas nuestras pesadumbres. Sin embargo, y como siempre, aparecen algunos congéneres que aprovechan estas enseñanzas para usarlas, torticeramente, en su particular beneficio. La historia de las élites. La historia de la manipulación. Mientras tanto, nosotros callamos, sufrimos y ellos se enriquecen. Y durante buena parte de nuestra historia la jerarquía eclesiástica ha jugado a este juego. Así de sencillo. Así de dramático.
La pronta, repentina e incomprensible muerte de mi padre me alejó de Dios y de su Iglesia. Me convertí, con apenas trece años, en un adolescente que vagaba, por su minúsculo mundo, sin leyenda o credo que abrazar. Y me tropecé con el comunismo. La igualdad entre los hombres, la sociedad sin clases, la abolición de la propiedad privada, el bien común, y todo ello en el paraíso comunista. La música era hermosa, la letra deseable. Para nosotros, esto significaba, nuevamente, compromiso y sacrificio hasta la llegada al jardín leninista. Pero por suerte, el desarrollo tecnológico y de las comunicaciones, nos acercó la información, los datos, las realidades. Y gracias a ello, pudimos conocer, con un cierto retraso, eso sí, la degeneración del comunismo en su concreción histórica.
El uso, torticero de nuevo, de un modelo de análisis y crítica económica, social y política, brillante y atinada, para justificar un estado totalitario. Un ideario hermoso convertido en una gélida abominación. Las autopistas de la comunicación nos facilitaron abandonar prontamente este credo y desligarnos, definitivamente, de este otro paraíso diferido. Y al poco tiempo, él mismo, se derrumbó finalmente. Sin embargo, y para que mis palabras no sean malinterpretadas, quiero proclamar, en este mismo momento, mi respeto y admiración por los miles de comunistas, o demócratas que en sus filas se encuadraron, que los hubo, que arriesgaron sus vidas y libertades en la lucha contra el totalitarismo del generalísimo que denigraba nuestro país. Ellos, a los que tanto debemos.
Luego vinieron la democracia y el liberalismo. Y ambos aspiraban a convertirse en un nuevo paraíso, aunque esta vez inmediato. El tiempo vino a desmentir esta creencia, aunque, sin duda, las cosas mejoraran sustancialmente en aspectos diversos. Pero cuando el liberalismo se convirtió en ultra, sobre todo a partir del nuevo siglo, encarnó de nuevo el papel de paraíso diferido. Dejadme ganar dinero que ya distribuiré, parece que nos decían. Pero nunca distribuyeron. Por eso, mientras llega este paraíso ultraliberal se acrecienta la diferencia entre ricos y pobres. Olvidan, y se alejan, de algunas ideas hermosas que defendían los clásicos del liberalismo. Y conviene recordarlas, porque es posible desenmascarar a los ultraliberales desde el propio ideario liberal.
David Ricardo proponía un impuesto a los terratenientes a los que consideraba enemigos del progreso económico y social de su tiempo. Ojo a los nuevos terratenientes: la improductiva economía financiera. Jeremy Bentham, por su parte, afirmaba que el bien común no era la suma de los intereses individuales de cada uno; desconfiaba, con certero criterio, que muchos de ellos no buscaran su interés personal sin disminuir los intereses de otros, actitud con la que reducirían el global del interés común. Cuántos de nosotros tenemos disminuidos nuestros intereses particulares por culpa del egoísmo inmoral de tantos otros.
En este sentido, otro liberal clásico, John Mill, hablaba de intereses siniestros, refiriéndose a aquellos que para acrecentar lo propio hurtaban lo ajeno, y del derecho de todos a participar del bien común. Y esto es así porque ambos, Bentham y Mill, vinculaban este pensamiento de reparto de la felicidad, objeto del bien común, al establecimiento de un sistema democrático en la organización social. Y, finalmente, para no alargarnos en demasía, recordar la afirmación que realizaba el padre de la invisible mano, Adam Smith, en su famosa Indagación sobre la riqueza de las naciones: “Por cada persona muy rica debe haber, como mínimo, quinientos pobres, y la opulencia de los pocos supone la indigencia de los muchos.”
Mientras que parte de los clásicos del liberalismo conjugaban sus preocupaciones económicas con la preocupación moral, los ultraliberales resultaron unos degenerados que pretendían legalizar el latrocinio y un nuevo esclavismo. Ciertamente, cada nuevo credo nos promete un nuevo paraíso, pero diferido, siempre, a un futuro incierto. Y esto nuestro refranero lo refleja, claramente, con particular gracejo: “Mañana, el español mucho mañana”.
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