En el duro oficio de vivir, a veces, nos encontramos sorpresas agradables. Y aunque cada uno de nosotros vivimos, con suerte diversa, este peregrinar caótico que es la vida, nuestra capacidad de asombro, de tenerla, aún nos permitirá disfrutar de algunas experiencias sugestivas.
Llevo toda la vida aprendiendo a mirar sin que la causa fuera haber nacido tan miope. Hablo de la capacidad de admiración, de los ojos del asombro. De la necesidad vital de la esperanza, de encontrar lo bueno entre tanta peripecia desagradable.
A veces sucede que, en este ejercicio de desperdigar la mirada, escrudiñando sorpresas en la lejanía, tienes mucho más cerca aquello que buscabas. Y esto me sucedió con él, una persona excepcional, y tan cercana.
La primera vez que lo vi no me cayó bien. Cómo se reía cuando se lo conté. Y cómo siguió riendo cuando alcancé, en un ejercicio de memoria inusual para mí por aquel entonces, a explicarle la razón. Él no estudiaba en Carmen Benítez, el colegio del barrio. Lo hacía en un centro religioso, por lo que me pareció un señoritingo. Simplezas infantiles.
Cuando comenzamos a frecuentarnos con más asiduidad ya había llegado yo a la universidad y a la militancia política. Los primeros años 80, los aires de libertad, los mítines fiesta, el flamenco. Eran los años de “La tierra lleva el compás”. Me hice hombre disfrutando de esta asombrosa generación flamenca. Pureza, evolución y soniquete.
Morao, que es de quien hablo, era un tipo entrañable. Moraíto Chico, como rezaban los carteles de aquel tiempo, siempre me animaba cuando me tocaba presentar aquellos mítines socialistas aderezados con el compás de la tierra. Y estaba orgulloso de mi llegada a la universidad. Porque éramos gitanos, así de sencillo, así de complicado.
Debía ser el 3 de mayo de 1983 y celebrábamos un mitin fiesta. No recuerdo qué elecciones eran. Manuel sabía de mi cumpleaños, el 4 de mayo, y me pidió que cuando terminara el mitin no me fuera. Quería celebrarlo conmigo, y me regaló una de las noches más hermosas que viví nunca.
Morao, El Torta y yo. Toda la noche, juntos, celebrando mis 22 años. Comimos, bebimos, fumamos, reímos y hablamos de la vida y del flamenco. Dos genios y un aspirante a hombre. El afecto, la cordialidad, el mimo incluso, de ambos, hicieron de aquella noche un acontecimiento que me acompañará mientras viva. Antes del amanecer nos comimos, sentados en una de las aceras de la calle Sol, un kilo de peras. La fruta más flamenca que jamás probé, ante el asombro del frutero cuando los vio entrar. Y no las cobró.
Pero Manuel, además de cariñoso, y con una generosidad y cordialidad más que contrastada, era un hombre modesto. Aún recuerdo aquel día, el ejercicio de memoria para situarlo en el calendario sería ocioso por mi parte, en que nos cruzamos en la plaza San Juan. Volvía a casa para comer y me lo encontré de frente.
Nos saludamos a la manera gitana e intercambiamos unas pocas palabras.
Me comentaba, entre contento y quejoso, que le habían dado un premio, pero que la ceremonia de entrega se celebraba en una fecha que le tapaba alguna actuación (en día inmediatamente anterior o posterior a la misma, no recuerdo ahora). Le insinué que eso no debía ser problema, que no se iba a ir a Nueva York. Él se rió de buena gana y me contestó: No, Antonio mío, a Nueva York no, pero el premio me lo dan en París. Nos reímos juntos. Creo recordar que le habían concedido el premio de música popular otorgado por la Academia de las Artes de Francia. Entre los copremiados, en aquella edición, Rostropovich o Gérard Depardieu. Así era Morao.
Luego vino la época de José. Mercé lo convirtió en su inseparable y se amplió la geografía. Y también tuve ocasión de disfrutarlos. La extraordinaria generosidad de José le llevó a grabar, a petición mía, un anuncio, gratis, en la televisión local, para publicitar las tiendas del centro. Y fue Morao quien intercedió ante Mercé, a quien, por aquel entonces, aún no conocía personalmente. Bastó decirle quién era yo (el hijo de la Turronera) y que fuera Manuel el mediador para acordar el anuncio. Cosas nuestras.
Y también fue él quien intercedió ante el maestro para que aceptase la designación de Rey Mago. Mis superiores en el Ayuntamiento me pidieron que sondeara tal posibilidad. José, hombre tímido y afable, se resistía. Al final, diversas influencias, entre las que la de Morao tuvo gran importancia, Mercé aceptó.
Cómo lo disfrutaron. Y cómo lo disfruté también yo. Reconozco que cuando vi a José, en Los Juncales, repartir regalos entre los niños más necesitados del barrio, no pararon de caerme lágrimas. Me pareció un mago de verdad. Y nuevamente Morao tuvo mucho que ver en este emocionante acontecimiento.
Y como profesional era un crack. Trabajador y meticuloso. En esto el testimonio de Alfredo Lagos fue clarificador. Alfredo, con el que me une una amistad de años, y una común devoción por Morao, siempre me repetía el lujo de trabajar con José y con Manuel. Siempre quedaban una hora antes de la prevista para el ensayo para tener ellos avanzadas cosas para cuando llegara Mercé.
Estas pequeñas anécdotas no tienen otra intención más que dibujar, siquiera someramente, una estampa de Morao, del Morao que conocí, del Morao que quise. Un gitano inteligente, elegante, cariñoso, modesto, solidario, amable. Quería mostrar al hombre.
Pero no quiero acabar sin declarar mi devoción por su guitarra. Para mí, Morao, encarna como nadie el aire de Jerez. Su maestría acompañando al cante, su elegancia en solitario, su sensibilidad extrema al acariciar las cuerdas. Una amiga extranjero, fan incondicional de la guitarra de Manuel, me dijo una vez, intentando explicarme su devoción por sus “soníos”, que parecía que los cuerdas de su guitarra fueran más gordas, de lo bien y nítidas que sonaban.
Sin duda, Morao atesoraba en sus manos los metales de una dinastía. Y deja herencia, y de la buena. Pero su hueco es irreemplazable. Manuel Moreno Junquera, para mí, un genio.
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