Uno, como todos, nació inocente. O, quizás, en pecado. Aquel original que el agua, bendita siempre, deshacía. Y abracé, como cantara el juglar catalán, la fe de mis mayores. Los primeros años sesenta eran así.
Y, frente a la hostilidad del mundo, me sumergieron en la idea de Dios. Y, también, la abracé. Era lo natural de aquél tiempo en nuestras casas. Y les estoy agradecido. Al menos, los que me tocaron en suerte, laicos de la escuela pública, me inculcaron, mucho más, la idea del bien, del amor y la sonrisa, que el perturbador pensamiento del pecado y el castigo.
Luego, como ya conté en otra ocasión, fui seducido por el ideario de la igualdad, de la solidaridad, de la sociedad sin clases. No fue un cambio tan rotundo. Las bondades de ambos discursos se parecían. Podíamos sustituir unas palabras por otras para referirnos a conceptos muy similares. Aunque los orígenes fueran tan diferentes.
Quizás, estos inicios determinaran mi forma de ver el mundo. Y sobre ellos se asentaran mi optimismo y mi, casi enfermiza, inclinación a ver la botella medio llena. De buenismo infantil, me acusaron alguna vez.
Pero el transcurso del tiempo destiñó todas mis creencias, y hubo un período en el que anduve perdido, sin rumbo, con la esperanza enferma. En un barbecho ideológico, casi desesperante. El mundo se me había mostrado en toda su crudeza. Conocí la maldad, y no estaba preparado.
Me había cruzado con gentes llenas de ambición, con códigos tan elásticos como irreconocibles, sometidos, como estaban, al interés particular del momento. Malas personas, cretinos irreductibles, histéricos expertos en el daño por el daño. La hostilidad como norma, la irracional naturaleza del enfermo social. De estos hay, y muchos.
Pero también coexisten quienes, teniendo toda esta mierda dentro, la disfrazan con la vulgar cortesía imperante, dispensándonos esa mueca, casi permanente, que tienen por sonrisa. Y estos son aún peores. Raramente despliegan sus maldades ante nosotros. Todo lo hacen por la espalda. Son cobardes.
¿Pero es el egoísmo solo una manifestación individual? Sin duda, no
Y no debería sorprendernos, al fin y al cabo, las historias, reales y de ficción, están llenas de ejemplos y testimonios donde “el éxito” se basa en un egoísmo personal desmesurado, donde las exageradas e irracionales ansias de poder se apoyan en la mentira y en el crimen.
No crea, amable lector, que ajusto cuentas con nadie. Ni que me he vuelto un viejo exigente. Sencillamente, intento mostrar, de manera personal y, quizás, torpe, el constante perjuicio que los egoísmos individuales ocasionan a las almas más cándidas.
Y, también, la permanente contradicción de las acciones, de este tipo de gente, con los códigos morales y las normas sociales que, la mayoría, ellos incluidos, aceptamos como propios. Y no digo que los demás seamos perfectos. Líbreme Dios. Simplemente, que en ese tipo de personas, nuestros defectos de especie se manifiestan con mayor exageración.
¿Pero es el egoísmo solo una manifestación individual? Sin duda, no. Es también y, sobre todo, una manifestación tribal. O como señala acertadamente, Carlos Paris, en su Ética Radical, se transita “de la egolatría a la nostrilatría”.
La historia está jalonada de ejemplos en que los egoísmos tribales tiñen de sangre el devenir de los hombres. La raza, la religión, la nación, la clase, los pretextos habituales. El miedo al otro, al infiel, al extranjero, al pobre. Y si estas actitudes se correspondían con los códigos éticos asumidos por tales comunidades, aunque criticables según las normas que profesamos en nuestros días, no podríamos elevar la acusación de incoherencia.
Sin embargo, podemos afirmar que, a día de hoy, los europeos vivimos en una contradicción flagrante. Es público y notorio nuestro egoísmo tribal en este período. Y manifiestas las contradicciones que nos aquejan. Nuestra educación, hablo en términos generales, está inscrita en los cimientos del humanismo cristiano. Un discurso inclusivo, sobre el que se ha asentado el mayor desarrollo social, económico y cultural jamás conocido. Occidente como faro.
Sin embargo, somos conscientes de ello (al menos las personas sensatas), la respuesta europea, de la mayoría de sus gobiernos y de una cada vez más importante parte de su ciudadanía, ante los movimientos migratorios resulta decepcionante.
Europa, el continente de la democracia, la tierra de la libertad, el paraíso de la solidaridad, el referente de la protección de los más débiles, mira para otro lado ante el drama de la emigración. Y, también, se pone de perfil ante los desastres de la guerra. Y esto, a los buenos europeos, nos entristece. La contradicción entre nuestro código moral y la actuación ante la emigración, no solo es evidente, sino también vergonzosa. Egoísmo tribal sin paliativos.
Tan evidente, la contradicción, digo, que si oímos atentamente a aquellos que apoyan el abandono de los inmigrantes, gobiernos o ciudadanos, nos daremos cuenta que, en su gran mayoría, aducen razones técnicas, problemas de reparto, inconvenientes económicos, etcétera.
Debido a la contradicción, con los tradicionales postulados éticos europeos, no se atreven a formular directamente su negativa, y se esconden en pretextos, de diversa naturaleza, para justificar la aberrante respuesta occidental, intentando con ello sortear la evidente transgresión de nuestros propios códigos morales.
Como acertadamente señala Carlos Paris, en su ya mencionada obra, el pícaro es un personaje marginal. Y en nuestra amada España, hoy nos roban las élites. O parte de ella
He dejado para el final “la nostrilatría” de clase. Especialmente, la de la dominante. Y, especialmente, en nuestro país. No abundaré más, baste recordar que se rescatan bancos y se deja a las familias sin viviendas, que se pagan salarios de miseria, y que nuestros necesitados pasan de excluidos a indigentes con extrema facilidad. Y, todo ello, gracias a las, eufemísticas, reformas estructurales (vuelta al siglo XIX) y en aras de proteger al estado (qué estado, me pregunto).
Me detendré, eso sí, en los casos de corrupción. Es normal, este es el país de la picaresca, oímos con demasiada frecuencia. Sin embargo, esta explicación no es válida. Como acertadamente señala Carlos Paris, en su ya mencionada obra, el pícaro es un personaje marginal. Y en nuestra amada España, hoy nos roban las élites. O parte de ella.
No son los corruptos españoles, en su mayoría, hoy en día, personajes marginales. No son pícaros. Son políticos encargados de gestionar los recursos públicos, defraudadores de la hacienda y de la confianza, hijos de la impunidad y el latrocinio. Son, también, empresarios, que acumulan al abrigo del poder.
Y desmienten, estos hechos, la afirmación socrática de que la maldad es consecuencia de la ignorancia. Hace falta mucha inteligencia, maligna, eso sí, para organizar el atraco, a mano armada, de poder, perpetrado por buena parte de la clase política y empresarial.
Portavoces de los valores éticos comunitarios, transgresores conscientes de los mismos, transitan de las grandes soflamas (la patria, el estado, el equilibrio presupuestario, el control del gasto, los recortes), a los grandes robos. Así de sencillo. Y organizados, con maligna inteligencia, para eludir la acción de la justicia. Como las mafias. Hipocresía organizada.
La justicia actúa, pero muy lentamente. Y, por el momento, alcanza solo a personajes secundarios. La sensación de impunidad aún es sentida por gran parte de los ciudadanos. No son pícaros, son ladrones. Y, demasiados, aún andan sueltos.
Pero me queda, nos queda, la esperanza de que aún la ciudadanía, integrada en una gran parte por hombres y mujeres altruistas, reaccione y expulse del sagrado templo patrio a estos fariseos.
Un altruismo sencillo, de andar por casa, nos lo inculcaron desde pequeños. No matarás, no robarás, ayudarás al necesitado, darás comida, agua y cobijo al hambriento, al sediento, al vagabundo. Te levantarás contra las injusticias. Procurarás, con tus actos, hacer un mundo mejor.
En la mayoría de las ocasiones, las complejidades de los discursos nacen para disimular la transgresión de nuestros valores. Estén atentos, es más fácil de ver de lo que parece.
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