Si no comprenden por qué ha sonado una gran cacerolada en sus ciudades a esto de las doce de la mañana, se lo explicamos: el rey emérito, Juan Carlos de Borbón es noticia siempre que su país se encuentra en dificultades. Lo fue en lo peor de la crisis económica, cuando se rompió la cadera cazando elefantes en Botsuana en viaje junto a su amante. Lo es ahora, que se ha descubierto que pretendía repartir su ingente fortuna, alojada en una sociedad offshore radicada en un paraíso fiscal, entre sus descendientes. Entre ellos, obviamente, el actual Rey de España y sus hijas.
Felipe VI, que era conocedor de la putrefacta herencia de su padre desde hace un año y que durante este tiempo no ha dudado en compartir eventos con su progenitor, maniobra a toda velocidad para mantener la Corona y sus privilegios. Obligado por las filtraciones de la prensa extranjera, ha declarado que no acepta esta herencia concreta —algo ilegal, porque las herencias o se aceptan íntegras o no se aceptan— y que deja al padre sin designación económica del estado —de poco vale, porque a costa del mismo, ha ganado más dinero del que podemos imaginar—.
Juan Carlos I, que ha amasado esa fortuna ilegal actuando como comisionista internacional a costa del pueblo español y usando la marca España, que ha vivido una vida insultantemente ostentosa, que ha cultivado amistades de dudosa calaña, que ha engañado a propios y extraños, que ha pagado con su fortuna a sus amantes, que ha mancillado y prostituido la palabra patria, es ahora un muerto en vida.
Nadie le quiere. La prensa entona el mea culpa por la sobreprotección histórica con la que le ha tratado, los tertulianos conservadores le incitan al exilio, la prensa sensacionalista que tantas veces lo aupó le ataca sin piedad y, socialmente, su descrédito es absoluto. Ya nadie llama campechano al rey de la corrupción. Por fin todos señalan que va desnudo. El primer jefe del Estado tras la dictadura, cuya imagen lucía impoluta a finales del siglo pasado, ha sido devorado por su propia codicia. De "defensor de la democracia" a ser señalado por el pópulo como simple y vulgar ladrón que actúa de la misma manera que hicieron otros en las dos primeras décadas de este siglo: Ocultando sus miserias en una carrera contra el reloj al grito de sálvese quien pueda. La historia no le absolverá.
Paradójicamente, al mayor virus de la corona en España, Juan Carlos I, le va a salvar el "otro", el coronavirus, que eclipsa hoy cualquier información y concentra la actualidad informativa. De forma lógica, pues mientras la familia real sigue ocultando su corrupción y sorteando su extinción en este siglo XXI, el pueblo sufre las consecuencias de un virus letal que ha matado a seiscientas personas e impactado de forma brutal en la economía del país. Si fuera tan patriota como se jacta, donaría al Estado los 100 millones de euros —sí, leen bien— que percibió de Arabia Saudí y que son solo la punta del iceberg de su mastodóntica y oscura fortuna. Pero hablamos de dinero y para eso, ya sabemos, los Borbones no entienden de banderas.
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