Almas viajeras y caminantes nos recuerdan no solo el río Duero, sino también la presencia de paisajes casi siempre anónimos, sembrados de escombros y ruinas.
Casi todos aprendimos en el colegio acerca del río Duero y los paisajes castellanos, a través de la poesía de Antonio Machado y Gerardo Diego, ambos poetas íntimamente ligados a la ciudad de Soria, en medio de los páramos. La estela del río Duero, alargada en su curva de ballesta, o los eternos álamos sosteniendo la infinitud del paisaje, quizás como símbolo de la quietud o del inevitable transcurso del tiempo, nos llegó principalmente por medio de estos dos escritores, o por lo menos a quienes más recuerdo en las inevitables canchas de mi memoria.
Antonio Machado, el principal referente de los Campos de Castilla, así como profesor de lengua francesa, caminante, bondadoso, humilde habitante de la capital soriana y, en cierta medida, ligado a las trágicas circunstancias de su matrimonio con Leonor, y la posterior muerte de ésta. Por su parte, Gerardo Diego, poeta de la Generación del 27, adscrito a los sublevados en el estallido de la Guerra Civil española; y, supongo que por este último motivo, algo olvidado tanto por la crítica como por los lectores.
Sin embargo, más allá de los dos autores, la relación con el río Duero como símbolo de los paisajes castellanos también se ha revelado en los versos de otros excelentes poetas de la región. Otros poetas que, como señalo, duermen a la sombra de quienes tienen interés y curiosidad por rescatarlos, como si la poesía hubiera quedado reducida a circunstancias tan casuales. Poetas castellanos casi todos ellos, así hubieran emergido de los camposantos del Salamanca, de las enigmáticas calles de Astorga, del apabullante frío soriano o en las canchas silenciosas de Tierra de Campos.
Es por ello que, navegando por los muros e inquietudes de maestros y profesores con larga experiencia en la asignatura de Lengua y Literatura, así como en sus comentarios sobre qué poetas están incluidos o no en las respectivas mallas curriculares, me encuentro con otros tantos poetas del Duero, como Claudio Rodríguez, cuyos versos en torno al ruido del Duero dicen así:
AL RUIDO DEL DUERO
... Y como yo veía
que era tan popular entre las calles
pasé el puente y, adiós, dejé atrás todo.
Pero hasta aquí me llega, quitádmelo, estoy siempre
oyendo el ruido aquel y subo y subo,
ando de pueblo en pueblo, pongo el oído
al vuelo del pardal, al sol, al aire,
yo qué sé, al cielo, al pecho de las mozas
y siempre el mismo son, igual mudanza.
¿Qué sitio este sin tregua? ¿Qué hueste, qué altas lides
entran a saco en mi alma a todas horas,
rinden la torre de la enseña blanca,
abren aquel portillo, el silencioso,
el nunca falso? Y eres
tú, música del río, aliento mío hondo,
llaneza y voz y pulso de mis hombres.
Cuánto mejor sería
esperar. Hoy no puedo, hoy estoy duro
de oído tras los años que he pasado
con los de mala tierra. Pero he vuelto.
Campo de la verdad, ¿qué traición hubo?
¡Oíd cómo tanto tiempo y tanta empresa
hacen un solo ruido!
¡Oíd cómo hemos tenido día tras día
tanta pureza al lado nuestro, en casa,
y hemos seguido sordos!
¡Ya ni esta tarde más! Sé bienvenida,
mañana. Pronto estoy: ¡Sedme testigos
los que aún oís!
Oh, río,
fundador de ciudades,
sonando en todo menos en tu lecho,
haz que tu ruido sea nuestro canto,
nuestro taller en vida.
Y si algún día la soledad,
el ver al hombre en venta,
el vino, el mal amor o el desaliento
asaltan lo que bien has hecho tuyo,
ponte como hoy en pie de guerra, guarda
todas mis puertas y ventanas como
tú has hecho desde siempre,
tú, a quien estoy oyendo igual que entonces,
tú, río de mi tierra, tú, tío Duradero.
El poema Al ruido del Duero, lo encontré entre las páginas de un libro titulado 6 poetas de Zamora, editado por Jesús Hilario Tundidor y León Felipe, en el cual cobran voz seis poetas coaligados en torno a la meseta castellana, además de los mencionados. Un poema íntimo, en torno a los ruidos del río Duero, que a veces suenan como un lamento que se niega a abandonar la mente y el corazón del poeta. Páginas e imágenes gracias a la colaboración de otros amantes de la literatura, o en este caso educadores en la materia que, como Pablo Antonio García Malmierca, tuvieron la grata idea de recordárnoslo.
Asimismo, almas viajeras y caminantes nos recuerdan no solo el río Duero, sino también la presencia de paisajes casi siempre anónimos, sembrados de escombros y ruinas; de pueblos ligeros y deshabitados como una pluma muerta. Personas de tal naturaleza en cuyos viajes y prospecciones nos dejan el testigo de sus visiones, como Blas Gonzalo o Cristian Laglera Bailo, a quienes he conocido como fieles y empecinados guerrilleros contra el olvido. Por eso resulta de agradecer estos bellos rayos de sol, en medio de tanto basural y circunstancias tan poco útiles al espíritu como los nacionalismos exacerbados y banderas que no sirven ni para limpiarse el culo en pleno monte.