Es tarea de todos, por el bien de la sociedad en su conjunto, que naturalicemos los servicios de psicología, en los que atendemos a personas normales, no a locos.
“Quiero una cita porque es que ya no podemos más”.
“En mi vida me habría imaginado aquí, con lo poco que me gustan los loqueros”.
“No, mi marido no ha venido, prefiere que yo venga y te lo suelte todo, así cuando él venga ya no tiene que pasar la vergüenza”.
“¿Y en esta consulta no hay una puerta de entrada y otra de salida? ¿La gente se cruza? ¡Te podrías encontrar con cualquiera!”
“Bueno, ella siempre ha estado bastante mal, desde chica sabíamos que tenía algo, pero vamos, ¡tanto como para ir un psicólogo…!”
El tiempo, ese compañero elástico de nuestras vidas. En ocasiones se estira, y en otras se encoge. A veces parece pasar de puntillas por la vida, y en otras ocasiones viene para quedarse y estancarse. Situémonos 30 o 40 años atrás. Estamos hablando de varias décadas, toda una generación… La sociedad española todavía se desperezaba de años de dictadura, disfrutaba y seguía en su proceso de aprendizaje de aquello llamado “democracia”, de las libertades y derechos personales, y comenzaba a extenderse y difundirse el concepto del “Estado del Bienestar”.
En este contexto, los servicios profesionales referentes al cuidado personal, estético y sanitario iban convirtiéndose poco a poco en oportunidades de negocio, no siempre bien aceptados o entendidos por una sociedad todavía muy anclada en clichés trasnochados. Pongamos el caso de la odontología. Un varón, un “macho ibérico” de toda la vida, si tenía un dolor de muelas, o bien lo aguantaba con hombría, o bien se aplicaba remedios caseros, algunos bastante esperpénticos. Y cuando ya no podía más, cuando ya le iba a estallar la cabeza del dolor, acudía no sin cierta vergüenza a un “sacamuelas” para que le pegara un tirón y le quitara el motivo de sufrimiento.
Frente a este esquema, otras personas empezaban a utilizar a los dentistas de una manera racional. Pero la visión paliativa del dolor era aún mayoritaria, y si no te dolían mucho los dientes o las muelas… ¿para qué ir al dentista? Hoy en día, la mayoría de clínicas odontológicas reciben demandas basadas en la prevención de problemas, en intervenciones para la mejora general de la salud bucal, o en mejoras estéticas, porque la sociedad ha ido comprendiendo que así funcionan mucho mejor las cosas, logrando un ahorro económico (mucho más caro es paliar un problema que invertir en prevenirlo) y sobre todo un ahorro de dolores evitables.
Con los servicios de psicología la elasticidad del tiempo ha hecho de las suyas, y con asombro y tristeza seguimos constatando en el día a día que, aunque parezca mentira, el tiempo no ha pasado para una parte importante de la sociedad española. La psicología sigue arrastrando una vinculación cultural con la psiquiatría, con la enfermedad mental, con lo que coloquialmente la gente sigue llamando “los locos”. Esta transmisión cultural sigue tozuda de generación en generación, encontrándonos todavía hoy en consulta con niños realmente pequeños que nos dicen “¿yo para qué vengo, si no estoy loco?”.
Dar el primer paso, pedir cita, sigue resultando excesivamente costoso para muchas personas que realmente necesitan ayuda profesional. La mayoría piensa que debe existir una problemática totalmente constatada y grave para pedir ayuda, y la alternativa viable mientras tanto es el sufrimiento silencioso y esperar a que el elástico compañero de nuestras vidas arregle las cosas por su cuenta.
Ir al psicólogo sigue siendo para muchos como ir a aquel sacamuelas. Con frecuencia me veo en ese papel, cuando se me hacen planteamientos del tipo “Verá, tengo este dolor, que en realidad llevo sintiendo desde hace años, que yo no he querido atender… la situación se me ha ido de las manos, está totalmente podrida, me está afectando hasta la raíz, el sufrimiento ya es insoportable… ¡quítemelo!”. Es inevitable que, en mi mente y a veces también en mi boca, aparezca la manida frase “Pero por qué no vino usted antes…”.
Con gran tristeza escucho diariamente historias que contienen días, meses, ¡años! de sufrimientos que podrían haberse evitado o paliado si se hubieran atendido en el momento adecuado, sin esperar al rebosamiento o al absoluto agotamiento de la persona. Cierto es que la persona no dispone de los conocimientos de un especialista para saber si está ante una situación potencialmente grave o no, pero sí que cuenta con un detector personal del sufrimiento emocional, y con esto bastaría para al menos realizar una consulta. Como haríamos con cualquier otro aspecto relacionado con nuestra salud.
Una evaluación psicológica profesional, certera y a tiempo, puede suponer un ahorro importantísimo de dinero (como con las muelas y los dientes, sí), y sobre todo un ahorro de sufrimientos innecesarios, además de prevenir la aparición de problemas mucho mayores.Es tarea de todos, por el bien de la sociedad en su conjunto, que naturalicemos los servicios de psicología, en los que atendemos a personas normales, no a locos, si es que esa palabra aún significa algo serio para alguien.
Al igual que no hay que estar con las muelas podridas para ir a un dentista, ni hay que pesar 200 kilos para ir a un nutricionista, ni hay que ser un horrible adefesio para ir a un centro estético. Si a todos esos servicios personales normalmente vamos para cuidarnos, sentirnos mejor con nosotros mismos, atendernos y prevenir problemas… ¿Por qué no hacer lo mismo con nuestra salud psicológica?