Rollos de papel higiénico, en una imagen de archivo.
Rollos de papel higiénico, en una imagen de archivo.

¡Ay señor, señor!, que diría doña Herminia. Lo delicada que se ha vuelto la gente. Lo digo por lo del papel higiénico. Y no es porque yo haya necesitado el producto; la verdad es que estoy servida, pero las noticias y mi observación directa de las estanterías del súper, ratifican que se vende más que cualquier otra cosa. Me pregunto qué van a hacer con todo ese papel. Son capaces de inventarse bocadillos o tortillas porque, hasta ahora, que yo sepa, no se considera un producto de primerísima necesidad. Digo yo.

He pensado en doña Herminia, que vivió casi toda su vida en ese pueblo manchego tan pequeño, Sagrillas, donde seguramente careció de muchas cosas. Pero también he tirado de la imagen de mis abuelos, de mis padres y de mi propia experiencia. No quiero ser escatológica, así que usaré una forma que los viejos empleaban para referirse a ese acto tan natural y fisiológico que todos realizamos: salir fuera o hacer de cuerpo.

Es como lo llamaba mi abuela, que era una mujer muy mirada y no solía decir picardías, ni palabras malsonantes. En los años 50, cuando yo era niña, vivía en un pueblo sin muchos recursos y en contacto directo con la naturaleza. Las casas de la mayor parte de los paisanos, especialmente la de los agricultores más humildes, carecían de agua corriente y claro está, de cuarto de aseo. El único papel que solíamos usar después de hacer nuestras necesidades era el de estraza. Aprovechábamos que era donde nos envolvían los productos a granel que comprábamos de la tienda y luego le dábamos ese uso. Como podéis suponer, de suavidad nada. Era áspero y raspaba, vaya si raspaba y muchas veces estaba impregnado de la pringue del salchichón o del queso que comprábamos en la tienda. No voy a entrar en detalles sobre cómo nos dejaba esa parte del trasero.

Yo no recuerdo que en la tienda de Josefa, donde se podía encontrar de todo, hubiera papel higiénico, así que nos apañábamos con lo que pillábamos más a mano. Quizás fue en los años 60, cuando el agua corriente llegó a las casas y se pusieron cuartos de baño, sencillos, pero con su váter correspondiente, cuando llegaron los rollos de papel higiénico “El elefante”. De eso ni me acuerdo, pero sé que fue de los primeros productos de higiene que llegaron a las débiles economías de la época.

Y eso en las casas del pueblo. En el campo era mucho más rústica la cosa. Mi familia se pasaba todo el verano en la huerta que teníamos, junto al rio. Pues allí, ni eso. Allí había varias fórmulas a la hora de limpiarnos el culo. Si lo hacíamos debajo de un manzano, vamos a suponer, lo más a mano que teníamos eran los terrones, trozos de tierra amalgamados por la humedad del suelo. ¡Hala! Eso era suficiente. Y las piedras, cantos rodados más o menos rugosos, se convertían en el papel higiénico más a mano cuando no había otra cosa. Otro método muy usado en la época era una hoja de higuera, por ejemplo. Claro, el sistema ya no era tan tosco, pero de suave, nada de nada. No nos engañemos, durante muchos años, cuando no se tiraba nada, se usaron también las hojas de los periódicos. Y no hay que asustarse por eso. También los bocadillos se envolvían con este papel, a pesar de la toxicidad de la tinta.

No es que esté abogando por volver a esos viejos, toscos y poco higiénicos sistemas, pero hoy me ha dado por recordar ese tiempo, no tan lejano, en el que podíamos prescindir de casi todo; pocas cosas eran de primera necesidad, no precisábamos acumular víveres, porque las legumbres eran el plato diario y la carne un producto de auténtico lujo para la mayor parte de la población. Dicen que no hemos crecido porque nos ha faltado comer otros productos que ahora tenemos en exceso. Pues será verdad. Yo me he quedado en 1,54 aproximadamente, pero espero que la gente que vivió esa vida tan austera, no sea la que entra en los supermercados como energúmenos, saqueando todo lo que encuentran a su paso, incluido el papel higiénico.

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