Ella es así. Como una mujer indómita o una obra de arte polémica. No deja indiferente a nadie, la amas o la odias. Cada día conocemos a más personas que se enorgullecen de detestarla, que lo publican con alegría y dejan caer la frase a cada rincón. Sí, señores: hablamos de la Navidad. Despierta pasiones, qué duda cabe, pero también tiene enemigos tan acérrimos como un laureado equipo de fútbol. Los dolientes del Síndrome del Grinch son una especie en aumento. Serían capaces de trasladarse a cualquier punto del planeta —Laponia no sirve para este menester— con tal de alejarse lo máximo posible de cualquier foco navideño. Y es que el turrón, los mazapanes, el brindis y las felicitaciones constantes no son del agrado de todos. Mucho menos lo es el tener que cenar con la familia de forma imperativa dos veces en el lapso de una semana. Aunque también hay a quien le apetece: suelen ser esos seres que se embuten en jerséis rojos con iconos de nieve y disfrutan engalanando la casa con espumillón y haciendo caldereta de cordero para diecinueve comensales. La Navidad es así.
La edad con la que se afrontan estas fiestas también es crucial. Cuando eres niño, a la experiencia colosal de abandonar el cole tres semanas, comer turrón de chocolate —de esa marca en la que todos están pensando— y esperar la venida de sus mágicas majestades, se le suma el deseo de exprimir las reuniones familiares. Gusta ver a los primos, quedarse levantado hasta tarde y que haya fiesta alrededor. Agrada el olor a laca de las señoras del barrio, cardadas con celo para la ocasión y ataviadas con el collar de perlas al cuello y el delantal protegiendo la pechera del suéter nuevo y el pantalón oscuro. Entusiasma el estruendo de los petardos y el destello de las bengalas, el aliento que se condensa en las calles de noches frías de celebración. Todo aquello mola y de qué manera.
El Síndrome del Grinch, por fortuna, no afecta a los niños. Pero al crecer se desvanecen mitos y se crean otros nuevos. Los encuentros familiares pueden tornarse en compromiso ineludible y peliagudo. Además, comienza a hacerse presente el echar de menos en unas fechas que parecen concebidas para tal fin. Otro síndrome, esta vez el de la «silla vacía», ataca sin compasión cuando las ausencias se convierten en un hecho en carne propia. Ese parece un buen motivo para odiar la Navidad. De hecho, es el que muchos esgrimen y se antoja imposible escapar a él con el natural curso de la vida.
Otros, sin embargo, han decidido odiarla por sistema, o precisamente por posicionarse en contra de él. Esta semana nos sorprendía la noticia de que el líder del partido contestatario pone el Belén, el árbol y canta villancicos en familia. Su ateísmo había despistado a algunos, de ahí la sorpresa. Y es que para saborear las mieles de esta entrañable época la religión es solo uno de los prismas. Junto a ella —por encima o por debajo, decídalo el personal a su gusto— planea todo un edificio cultural construido a base de historias compartidas con el abuelo junto a una estufa o chimenea, de castañas asadas y globos que ascienden al infinito, de autobuses abarrotados y mofletes rojos, de turrón y juegos, de cenas que se alargan y sonrisas, de brindis y buenos deseos. De algún modo, son noches para detenerse a mirar las ventanas con luz encendida y los pequeños universos que se desarrollan tras ellas. Merece la pena detenerse en una noche que puede aparcar el odio, aunque su magia se la debamos a un niño alumbrado en un pesebre o a El Corte Inglés.
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