Confesiones de un presidiario

confesiones_de_un_presidiario.jpg
Estuve en la cárcel hace ya muchos años. De visita, quiero decir. Bueno, en realidad participé en una semana cultural que organizó Pilar, una maestra que por entonces trabajaba en la prisión de El Puerto, en la sección —módulo o como le llamen— de máxima seguridad, donde cumplían condena gente considerada muy peligrosa, muchos de ellos condenados por asesinato. A pesar de lo cual, y aunque parezca contradictorio, entre ellos había gente con enorme sensibilidad. Recuerdo un poema —entre otras actividades celebramos un concurso de poesías— que comenzaba de esta forma tan desnuda como estremecedora:

"Sé que ha llegado el otoño

porque hay charcos en el patio..."

También celebramos un pequeño recital de flamenco, en el que participaron generosamente artistas como Fernando de la Morena, Rafael el Torero, un hijo de Periquín, Manolito de María... y otros aficionados del barrio de Santiago cuyos nombres no recuerdo con precisión —lo siento— y con los que conecté gracias a Agustín, que por aquel entonces regentaba el bar Arco de Santiago. Un interno, miembro de una conocida familia cantaora jerezana, cantó por carceleras la siguiente copla:

"Yo no soy aquel que era

ni quien debiera de ser,

que soy un mueble de tristeza

arrumbao a la pared".

Impresionante.Pero hubo otro interno que presentó, como creación literaria, el relato —que a mí me pareció tan espeluznante como bien narrado— de uno de los hechos por los que estaba en prisión cumpliendo larga condena. Nos lo leyó en voz alta, yo lo guardé en mi memoria y lo he recreado de esta manera:"Como cuando hablas sin saber lo que vas a decir, y una palabra te lleva a otra y ésta a otra, y así hasta que llegas a un final que se te presenta como inevitable. O sencillamente no llegas a ninguna parte.Yo no la conocía de nada. La vi por primera vez aquella misma tarde cuando se bajó del autobús. Era una chica frágil, con buen tipo, sí, pero de rostro vulgar. Apenas si reparé en ella. Pero al cruzarse conmigo me miró... con miedo. Cuando alguien te deja ver su miedo pierde todo su poder, se convierte en un ser vulnerable. Y excita tu violencia. Los perros detectan el miedo y atacan a las personas que no saben disimularlo. Creo que es lo que le sucedió a ella. Y a mí, que debo tener algo de perro.Yo no tenía intención de seguirla, aunque no voy a ocultar que a veces me ha gustado seguir por la calle a chicas desconocidas. Pero no fue así en este caso. Ya he dicho que se trataba de una mujer vulgar. No, yo no tenía intención de seguirla. Bueno, no hasta que vi el miedo en sus ojos. Definitivamente fue eso lo que me impulsó a seguirla por aquellos callejones solitarios. De haber seguido caminando por la amplia y transitada avenida donde se bajó del autobús no le habría pasado nada. La vida es puro azar. Pero se metió por aquellas callejas solitarias, sabe Dios por qué, y cada vez que se volvía para comprobar si yo la seguía el miedo aparecía dibujado con mayor nitidez en sus ojos, y más me incitaba entonces a apresurar el paso. Cuando por fin conseguí acercarme lo suficiente, como a un par de metros, perdió todo el control y la compostura. Ya no era miedo sino auténtico pánico el que asomaba a su cara. Pura mueca. Sin embargo yo me lo tomé con calma antes de abordarla definitivamente. Tenía un buen culo bien marcado bajo aquellos pantalones apretados, y me gustaba mirarlo de cerca. Se movía nerviosa, sin cadencia, pero era igual de hermoso. Yo no tenía prisa, no. Con un culo así moviéndose delante de ti nunca se tiene prisa, jeje... Además tampoco sabía lo que iba a hacer. Pero, ya ves, una cosa, como una palabra, te lleva a otra, y ésta a otra, y así hasta que llegas al único final posible, un final que tú no eliges, que se te impone.Todo se desencadenó precipitadamente cuando vio el brillo de la navaja en mi mano. Se quedó paralizada de terror, incapaz de gritar ni de moverse. Tenía el rostro desfigurado. ¿Has sentido pánico alguna vez? Lo que ella sintió aquella tarde. Fue eso lo que me arrastró de una manera definitiva y fatal. No quitaba sus ojos espantados de la hoja de acero. La alcé despacio, para que la viera bien, se la acerqué a la cara. Estaba entregada. Ya te digo, ni un movimiento, ni un grito. Sólo aquellos ojos espantados. ¿Qué otra cosa podía yo haber hecho?".