-Niños, tened cuidado, no vayáis a pisar las heces.
El modo de expresarse de aquella señora, en perfecto castellano, y su aspecto y maneras refinadas, así, como la de los dos niños que la acompañaban -sus hijos, sin duda-, consiguieron sacarme del estado de abstracción en el que solía caer cuando paseaba por las calles a mi perrito, ya fallecido. Las “heces”, repetí con extrañeza y para mis adentros. Y pensé que la sola palabra hacía menos desagradable la realidad que evocaba. Pero... no. Excrementos, cacas o heces, la verdad era que aquel callejón del centro de Jerez por el que transitábamos de lo que estaba regado era de auténticas mierdas hediondas y desagradables. Miré entonces, preso de una repentina e injusta culpabilidad, a mi perro, Lupi, que caminaba a mi lado olisqueando con delectación todo aquel rosario de residuos sólidos -llamémosles ahora así- dejados en la vía pública por sus congéneres (o por sus dueños, mejor dicho).
Sortear inmundicias mientras se camina por la calle es destreza y costumbre que se adquieren con prontitud si uno tiene la suerte de vivir en el casco histórico de Jerez. Pero para los visitantes procedentes de ciudades más limpias y alentadas de mayor espíritu cívico, debe resultar tarea harto dificultosa y desagradable. Pensé en la penosa impresión que aquella señora, sin duda forastera, estaría sacando de la ciudad y de los jerezanos. Me hubiera gustado poder ofrecerle una explicación, o siquiera hablarle, para contrarrestar sus impresiones, de las excelencias que también ofrece esta tierra de contrastes: de nuestro flamenco, de la feria, del vino, del gazpacho o de la berza jerezana... De cualquier cosa que sirviera para hacerle olvidar el lamentable espectáculo del que estaba siendo testigo. O mejor hacerle una demostración de que no todos los jerezanos éramos tan guarros como el aspecto de la calle delataba. Así que, tras asegurarme de que llevaba provisión de bolsas de plástico, apreté el paso y me adelanté unos metros, con la esperanza de que a Lupi le diera por hacer sus necesidades a la vista de aquella familia, para luego recoger yo la inmundicia en un alarde de civismo. Mas el perro no parecía estar ahora por la labor, y no se me ocurría de qué manera podría yo estimular la puesta en marcha de sus intestinos. De modo que tras un rato de inútil espera, continué mi paseo olvidándome al poco de la señora, de sus dos hijos y del reguero de... heces que salpican nuestras calles, y que uno sortea con la naturalidad y la destreza que nos proporcionan la costumbre.
Pero hete aquí que al pasar por la calle Consistorio, justo ante la puerta de nuestro Ayuntamiento, veo que mi perro, Lupi, guiado sin duda por ese don de la oportunidad que lo caracterizaba, de pronto se para, se encoge, aprieta y... tras unos segundos de tembloroso éxtasis fisiológico deja sobre aquel inmaculado pavimento un monumental testimonio del caprichoso funcionamiento de sus vísceras. Tentado estuve de dejar la hez -que diría la señora castellana- en lugar tan emblemático, siquiera como recordatorio a nuestras autoridades de lo que muchos jerezanos encontramos cada dí_a a la puerta de nuestras casas y en nuestras calles y plazas. Pero la mirada inquisidora de un guardia que allí estaba, y el espíritu cívico del que en ningún caso quiero hacer dejación, me inclinaron finalmente a actuar, con la ayuda de una bolsa de plástico, como debe hacerlo el propietario de un perro celoso de sus derechos, pero consciente también de sus deberes de ciudadano.
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