Confieso que cuando bajé del AVE y salí de la estación de Sants me sentí alegremente decepcionado al comprobar que en las calles de Barcelona, colgadas en los balcones y ventanas, había más banderas de España y senyeras constitucionales que las llamadas “esteladas” (“estrelladas” en español, que viene de estrella, como estrellarse). Me temía otra cosa, pero lo cierto es que, como luego me confirmaron algunos barceloneses, la manifestación gigantesca del pasado domingo día 8, en la que casi un millón de catalanes reivindicaron su orgullo de sentirse españoles, ha marcado un punto de inflexión, un antes y un después en la historia reciente de Cataluña. Porque lo cierto es que la gente ha perdido el miedo a manifestarse contra el separatismo.
De poco valen ya las descalificaciones y señalamientos de los disidentes, o el lanzamiento de huevos contra los balcones y ventanas insumisas... Mucha gente está muy harta, y no hay ya huevos suficientes en Cataluña para silenciar a cuantos ciudadanos quieren seguir siendo catalanes, españoles y europeos. No hay huevos suficientes para amedrentar a cuantos ven en nuestra Constitución el paraguas bajo el que vivir en democracia, prosperidad y libertad.
A eso se le llama salir del armario. Un armario cerrado a cal y canto durante mucho tiempo por los vigilantes del separatismo, en su estrategia de silenciar a quienes piensan diferente para imponer un pensamiento único. Un armario cerrado con los candados de la descalificación, del insulto o incluso de la amenaza más o menos velada tras una sonrisa de hielo. Un armario del que quienes osaron salir se encontraron con un rechazo social intimidatorio y organizado, o incluso con la muerte civil (que le pregunten al dramaturgo Albert Boadella). Pero ahora, tras el discurso del Rey, que fue el aldabonazo, y las manifestaciones de los días 8 y 12 de octubre, todos los candados y cerraduras han saltado por los aires y el armario se ha abierto de par en par para que en Barcelona se respire de nuevo al aire fresco de la libertad.
Daba gusto pasear por el centro de Barcelona la tarde del jueves 12 de octubre, día de la Fiesta Nacional de España, entre centenares de ciudadanos envueltos en senyeras constitucionales o en banderas rojigualdas, exhibiendo sin miedo su orgullo de sentirse catalanes y al mismo tiempo españoles. Mas al fin uno se harta de tanto trapo, se olvida de ellos, y se dedica solo a disfrutar de la preciosa capital catalana ahora que el turismo ha sufrido un receso y los hoteles y restaurantes rebajan sus precios para atraer clientela. Porque al fin y al cabo, como reza una pintada aparecida en las calles de Cádiz, “vuestras banderas son todas made in China”.
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