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Sucedió el pasado domingo, en Córdoba. Las calles estaban mojadas, porque había llovido la noche anterior, pero el día amaneció soleado y daba alegría pasear por la ciudad de los califas. Fue a medio día, en la céntrica plaza de las Tendillas, en una de cuyas terrazas me había sentado a descansar, al tiempo que daba cuenta de un exquisito vino oloroso de Montilla, cuando vi venir la más extraña tropa con la que me he topado en toda mi vida. No, no eran una manada de japoneses, cámaras en ristre, apoderándose con disciplinada avidez de nuestros monumentos y paisajes, que ya de extraños no tienen nada, y menos en la ciudad de la Mezquita y la Judería, invadida por toda clase de turistas. Ni tampoco eran una manifestación de chatarreros en defensa de su derecho a la chatarra, como la que me encontré en la Puerta del Sol de Madrid en mi última visita a la capital de España. No. Se trataba de algo mucho más surrealista. Tras una pancarta cuya leyenda no alcancé a leer en un primer momento, desfilaban  en perfecto orden un montón de perros -decenas, casi un centenar de perros-, en protesta por el maltrato animal. Bueno, los que protestaban y gritaban de manera desaforada, megáfono en boca, eran sus dueños, porque los animalitos, dicho sea en honor a la verdad, no decían ni pío, sino que marchaban con enorme civismo, al margen de algún que otro ladrido y las meaditas de turno en cada farola y arbolito con los que se iban topando.

Había perros de todos los pelajes y marcas (razas quería decir, pero hay palabras que las carga el diablo, y en estos tiempos de corrección política a mí no me gusta buscarme complicaciones cuando escribo), destacando un considerable número de galgos, muchos de ellos ataviados con los más estrafalarios vestidos. Aunque no entiendo mucho de perros creo que los galgos son animales tímidos de por sí, pero si además se les condena a vivir en un piso en la ciudad, sin poder correr por el campo y perseguir liebres, que es para lo que están hechos, y encima se les obliga a vestir los más ridículos jerséis de lana, me parece que se vuelven más tímidos y medrosos aún, hasta el límite de la tristeza o la depresión. Vamos, que si yo fuera galgo y me obligaran a vivir y a vestir de esa manera seguro que también me deprimía.

Entre las consignas que vociferaban los propietarios de los perros -ya he dicho que los animalitos se comportaban con gran urbanidad-, la más repetida era “¡no a la caza, basta de maltratos!”, lo que me hizo pensar en esos cazadores que ahorcan a sus propios galgos cuando ya no corren lo suficiente y no les sirven para cazar liebres. Claro que quienes así maltratan a sus perros no lo hacen por su condición de cazadores, sino por ser verdaderos hijos de puta. De hecho la inmensa mayoría de aficionados a la caza que conozco aman con locura a sus perros, y a todos los animales. Aman incluso, aunque parezca paradoja, a los mismos animales que persiguen y cazan, aunque ya sé que esto le cueste trabajo entenderlo a más de uno. Mas por hoy no me apetece meterme a dar explicaciones sobre un asunto que me parece tan claro. Baste con recordar a don Miguel Delibes, cazador impenitente, quien reconocía que fue su afición a la caza la que le llevó a conocer el campo y amar a los animales.

Precisamente aquella misma mañana de domingo, unas horas antes de toparme con la manifestación perruna, fui testigo de un acontecimiento de lo más desagradable. Caminaba yo por una amplia y ajardinada avenida, adonde muchos cordobeses sacan a pasear a sus mascotas, cuando se me acercó un perrillo finísimo, color canela, de no más de un palmo de altura y dos o tres kilos de peso, y que se movía de forma casi eléctrica, puro nervio. El animal correteaba suelto, y al imbécil del propietario, que venía unos metros más atrás con la correa en la mano, al ver mi cara de pánico no se le ocurre otra cosa que gritarme “¡que no hace nada, que no hace nada!”, como si lo que me causara temor fuera aquel perrillo inofensivo y no el hecho de que lo llevara suelto por aquella avenida por la que los coches transitaban a toda velocidad. Efectivamente, pocos segundos después de cruzarme con aquel energúmeno, oí un frenazo, un ladrido lastimero y el grito al unísono de varios paseantes. En medio de la avenida, en un charco de sangre, el perrito eléctrico aún movía el rabo después de haber sido aplastado por un coche. Varios peatones nos detuvimos horrorizados e impotentes, pero en el grupo ya no estaba el propietario del perro, que había desaparecido cobardemente, librándose así de un seguro linchamiento.

No, no son los cazadores quienes maltratan a sus perros, sino los malvados —aunque alguno se dedique también a la caza— y los tontos, que son legión imparable y en crecimiento.

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