No valía para nada estar acobardada por sentirme sola, sin mi madre ni mis hermanas, todas teníamos los ojos igual de grandes, cuando se llevan las mejillas tan delgadas.
El primer día entré con miedo en casa de la maestra, tenía el recuerdo de la que me enseñó el padrenuestro y el avemaría para hacer la comunión. Por no saber leer, tenía que repetir las frases según las decía la señorita y me gané muchos golpes y castigos de rodillas, no sabía que era tan duro ser digna de recibir al Señor. Pero era verdad lo que había dicho mi madre, la maestra del taller era buena, si andabas diligente y atenta para aprender, no había de qué preocuparse. La aguja se me daba bien, había cosido muchos sacos en casa, eso sí, con una aguja más grande.
Además allí se hacían amigas, se charlaba y se reía, hasta que la maestra nos mandaba comportarnos. No valía para nada estar acobardada por sentirme sola, sin mi madre ni mis hermanas, todas teníamos los ojos igual de grandes, cuando se llevan las mejillas tan delgadas. Ninguna había echado cuentas de mi traje viejo y remendado, porque la mayoría vestía igual y acudíamos peinadas muy de mañana, con nuestros chuscos y las latitas. Llevábamos para beber, viejas latas de leche condensada convertidas en jarritas gracias a la habilidad del latero que pasaba cada día por las calles, avisando por si se le necesitaba.
La que me traía a pudrir por dentro era la señorita del pan migao, la de las cintas en el pelo, la escrupulosa que a todo le hacía ascos. A ésta, la madre le venía todas las tardes cargada de requisitos para la merienda, pan blanco y mantequilla, onzas de chocolate, la más de las veces, que era lo que más le gustaba y la leche hirviendo que le volcaba en la jarrita, donde las demás sólo bebíamos agua. Nada estaba a su gusto y daba pena oírla reprochar y echarla de mala manera cuando no le traía lo de su agrado.
Nunca supe lo que me vino a la cabeza el día que camino a hacer mis necesidades, tomé la jarrita de la delicada y me la llevé. Oí los orines caer dentro, luego los vacié y volví a colocarla en su sitio. Al día siguiente antes de que llegara, dije a las otras lo que había hecho, nadie me reprochó, cómo rieron. Cuando a la tarde, la exquisita, posó los labios en su jarra, ya no hubo envidia, una sonrisa se nos pintó en la cara.
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