Como seguidor de la serie Narcos —catalogada por Vargas Llosa como un “folletín decimonónico”, en el buen sentido— y de las andanzas del antihéroe Pablo Escobar Gaviria —en mis oídos resuenan sus “higüeputa”, “malparido”, “huevón”, “gonorrea”—, nunca pensé que me escandalizaría cualquier tipo de publicidad que pudiera hacerse de la serie. Me equivoqué. Una cosa es banalizar la violencia ante los espectadores que eligen verla y otra muy distinta es hacer apología de la blanca sustancia, como la Navidad, según reza el cartelazo colocado en la Puerta del Sol y, para más inri, encima del luminoso del Tío Pepe.
Que ya es guasa que ahora la gente venga a la Feria del Caballo confundida por el inoportuno reclamo, pensando que el fino más famoso del mundo y la cocaína casan bien en una juerga, digamos, flamenca. Lo bueno de todo esto es que el cartel de Netflix es temporal y el eslogan de Tío Pepe, de momento, eterno. Una imagen, la del narco más famoso y rico de todos los tiempos, que no puedo evitar asociar a la del caudillo recientemente fallecido, Fidel Castro. Conste que no estoy llamando mafioso al compañero de aventuras y desventuras del ‘Che’ Guevara —éste sí siguió el ejemplo de James Dean y murió joven para dejar un cadáver bonito—, sino más bien rememorando el aura romántica de la que revisten en la serie a Escobar, relacionado de hecho con los guerrilleros colombianos comunistas que se escondían en la selva —las FARC— y presentándose como un Robin Hood que robaba a los ricos para darle a los pobres, demagogo hasta la saciedad.
Afortunadamente, en la serie queda claro quiénes son los buenos y quiénes los malos, aunque como en todos los relatos complejos no todo sea blanco y negro y se nos muestre a toda una galería de personajes —desde el torturado presidente de Colombia hasta ‘El Patrón’, pasando por policías, agentes de la DEA y militares corruptos y otros, los menos, íntegros— con sus motivaciones y su lucha interior. Un conflicto que se ha cobrado miles de vidas y que no se puede ganar sin contar con el otro lado de la balanza: los consumidores. Por eso, y aun a riesgo de quedar catalogado entre los mojigatos a los que lo de “Oh, blanca Navidad” les suena a frivolización del consumo de cocaína, creo que ha sido una mala elección colocar ese cartel en la Puerta del Sol. Sobre todo debajo de nuestro símbolo más internacional, el luminoso de Tío Pepe.