A decir verdad, primero y último. Esta semana pasada fui con mi compañera a Sevilla a recoger cosas, limpiar, hacer algún que otro recado y un poco de papeleo. Después de un mal rato limpiando la fauna y la flora que nace en una cocina abandonada durante tres meses, decidimos ir a comer y luego a la tarde llegar hasta el centro a recoger las fotos de su graduación.
La situación empezó a ser sospechosa desde el momento en el que encontramos un buen aparcamiento. Hay quien puede pensar: ¿Quién va a andar a las 6 de la tarde por el centro de Sevilla con el calor que hace? Pues lo más normal es que haya tantos turistas como para que el conductor del tranvía no pueda parar de darle a la campanita de aviso para que se quiten de las vías.
Ya lo había visto por la tele durante el confinamiento, pero no creía que todavía estuviera igual. La calle San Fernando, la Avenida de la Constitución, Tetuán y Sierpes… Todo prácticamente vacío. A través de la cristalera podía verse un Starbucks prácticamente libre, ni una persona haciendo cola en las heladerías, etc.
Una estampa realmente impresionante. La Giralda, la Catedral y el Archivo de Indias lucían con sus mejores galas sin muchedumbre estropeando vistas. La huella de otros tiempos de riqueza y pobreza extrema, del entrelazamiento cultural, en su máximo esplendor.
Era una imagen solitaria, pero no vacía. Muy de vez en cuando te encontrabas a un par de turistas. Gente que habrá arriesgado algo de dinero pensando que la situación ya estaría controlada para estas fechas. Una apuesta acertada, ganando además la posibilidad de hacerse todas las fotos sin que salga nadie de fondo.
Viendo todo aquello no pude evitar hacerme preguntas. ¿Tan importante es el turismo para nuestra economía? ¿Hasta qué punto dependemos de ese señor que pide más comida de la que puede tragar? Pero hasta qué punto ha llegado nuestro modelo para que, sin él, el corazón de Sevilla esté casi vacío, reservado solo a los lugareños. Es casi como cuando en el siglo XIX aquellos pobres que vivían en las ruinas de la Alhambra eran los privilegiados destinados a disfrutar su belleza sin el menor ruido.
Una estampa así también me hace pensar que, en parte porque no nos queda otra, estamos malvendiendo nuestro rico patrimonio cultural a un precio excesivamente bajo. Fruto de guerras entre reinos y diferentes credos a lo largo de los siglos, ricos imperios, mil historias de misterio y el paso de distintas culturas y civilizaciones en una tierra que desprende inspiración. Único e inigualable.
Ahora que empieza la nueva normalidad y el trasiego de turistas se recuperará poco a poco, quién sabe cuándo será la próxima vez que el Giraldillo en su vigía eterna desde las alturas contemple la calma más allá del manto de la noche. Quizá todo quede en un sueño sobre el recuerdo de días pasados. Otros tiempos que incluso podrían ser peores, pero con un toque de romanticismo y misterio que perdimos hace mucho.