Un detalle que suele pasar inadvertido, tanto a los musulmanes como a los que no lo son, es que Mahoma nunca vio —ni siquiera vislumbró o entrevió— al Dios que predicaba. Esto lo confirmó su esposa Aisha en uno de los hadiz: “Quien diga que Mahoma vio al Señor, es un mentiroso” (Bukhari, 6. 378). El Corán también nos lo recuerda: “No es propio de un ser humano que Alá se dirija a él salvo por inspiración o tras un velo” (42:51). A quien sí vio Mahoma, “y el corazón no mintió sobre lo que vio” (53: 11), fue al Arcángel Gabriel, su mensajero, que le reveló el Libro. Aunque, como esclareció Aisha, solamente “lo vio en su forma verdadera en dos ocasiones”.
Mahoma se sintió en comunión con, o en participación de, Alá, pero nunca fue capaz de captar ninguna de sus facetas por los cinco sentidos, ni siquiera de aferrarlo como objeto del entendimiento. Lo experimentó mediante el poder único de la fe. La tradición demuestra que, pese a su imagen distorsionada en Occidente de hombre pragmático y rigorista, el profeta vivía en contacto con una dimensión fantástica y crepuscular: hablaba con los camellos y las piedras, oía a los muertos, captaba las emociones del viento y se retiraba a las cuevas y los desiertos mucho antes de su primer encuentro con el Arcángel. A la vez se ocupaba de las labores y compromisos de este mundo (familiar, político, social) y moraba en el desnudo pico de la revelación. Según el hadiz (evocado en el sura 94), unos hombres le abrieron el pecho y le sacaron algo oscuro de las tripas, en una tarde de la infancia en la que su rostro había cobrado el color de la ceniza. Desde ese día las visiones se sucederían para culminar en su ascensión (mi'raj) nocturna a los cielos a lomos de un extraño cuadrúpedo, tras haber lavado su corazón con agua bendita. Fue atravesando los cielos hasta el séptimo pero, cuando le dio alcance, Dios no reveló su imagen.
Aquel mundo onírico —que no irreal— de imaginarios yuxtapuestos fue atravesado por ese humanoide de 600 alas, el Arcángel Gabriel, que le habló de un Ser más allá de la maraña de imágenes, allende la ilusión de la representación, y con esas premisas conquistó inmediatamente su corazón. Es en contraposición a aquel eje de la realidad que el profeta, analfabeto según la tradición, “aprendió a leer” el mundo. En las húmedas entrañas de la Cueva de Hira, donde Mahoma se retiraba para abandonarse a fervorosas plegarias y sueños febriles y proféticos, un autómata del Señor, un maniquí en forma de ángel, le dictaba durante horas la doctrina de que existía algo más, un Ser único y pleno en misterios que nunca podría cruzarse, ni prever, ni adivinar, ni entender, pero que estaba allí desde siempre.
Porque, para un profeta, para un visionario imbuido en pesadillas mistéricas, saberes supramundanos, revelaciones y presagios, el milagro consiste no en multiplicaciones, levitaciones ni trucos prodigiosos, sino precisamente en aquello que no se puede contemplar con los propios ojos. Aquello que escapa a su alcance, que definitivamente le supera a él, “el más perfecto de los hombres”.
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