Corre por mis venas sangre almadrabera de Sancti Petri y una buena dosis de hacha Navarra. Pero soy jerezano. Nací a pocos metros de la plaza del Caballo. Esos caballos que representan perfectamente el arte y la fuerza de mi ciudad. Parece que huyen, casi desbocados. Me gusta pensar que bailan. Quizás pueda parecer un sitio simbólico, bonito sí, pero el alma de Jerez no está sólo ahí, ni en la catedral, ni en las bodegas, ni en la Yeguada de La Cartuja. Evidentemente forja un carácter y una manera de vivir. Pero ser jerezano es otra cosa. Se hace y no necesariamente se nace. Es un ente presente en todo y en todos.

No soy flamenco pero te toco las palmas, no sé bailar pero me arranco, no canto pero acompaño el 'quejío' con un murmullo, tensando el cuello, entrecerrando los ojos y moviendo circularmente la cara, muy despacio. En todos los aspectos de la vida. Es un sentir. Los hay sosos, callados y tímidos, pero si es jerezano, tiene el arte dentro. Hay quien reniega de serlo. Reniega de una tierra que da unas uvas envidiadas por medio mundo; de sus vinos que, rara es la película donde no se toman un sherry; de sus caballos, mestizos, raza fuerte y bella digna del mismísimo Boabdil; de sus edificios antiguos, con historia milenaria: un paseo por la Alameda Vieja y un tríptico es suficiente para hacerte viajar en el tiempo. Reniegan porque no saben lo que tienen.

Jerez es una almendra verde a la que hay que quitarle vainas y cáscaras para saborearla. La política y la mala gestión han convertido nuestro pueblo en una hoguera apagada, grande y con los troncos todavía sin quemar, en la que puedes apreciar la magnitud de lo que alumbró y de lo que podría alumbrar. Te deshaces de la parte inservible y te quedas con lo bueno, y somos increíbles.

Nací en un sitio en el que la palabra “gitano” no tenía ninguna acepción despectiva. Me eduqué en el aula de un colegio público donde no sabía la etnia de nadie. Somos un ejemplo de integración para el mundo. No hablo en vano cuando digo que, en el resto de España, no pasaba lo mismo. He tenido compañeros con la piel más oscura, con rasgos “agitanados”, que ni siquiera eran gitanos y rubios con los ojos azules que sí lo eran. Nunca diferenciamos entre un tono u otro de tez. Somos jerezanos, ni payos ni gitanos, jerezanos.

Es un estado del alma. La tierra tira de todos, pero la mía me tira con ritmo, con rasgueo, con arte y cachondeo, con olor a bodega vieja, a madera de tonel mojado y a perfume de los señoritos arruinados. No somos una ciudad cosmopolita y quizás un poco anticuada, por una cosa muy sencilla, llevamos la mezcla cultural pintándonos las arterias por dentro.

Tenemos el empuje y las ganas. No son pocos los jerezanos que han llegado a lo más alto, y en otros tiempos, en los que venir de un pequeño pueblo del sur de España era un estigma. Aún hoy ocurre, pero llevar a Jerez por bandera es cada vez más fácil. En cuestión de 15 años, he comprobado como no tengo que añadir “provincia de Cádiz”, vamos siendo mundiales, nos conocen, nos valoran. Ya se encargaron muchos de difundir nuestro nombre: la Lola, la Paquera...

Hay cosas que son solemnes, mundanas que rozan lo divino. Cosas que conllevan una responsabilidad y unos galones. Ser esto o lo otro, vivir así o asá. Ser jerezano es más que un gentilicio, es ir a caballo sin haber montado en tu vida, saber brindar siendo abstemio, remangarte la chaqueta por el lado y dar dos taconazos, y quedarte tan ancho. Ser jerezano no es ser payo ni gitano.

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