Museo del Carnaval Cadiz, en una imagen reciente.
Museo del Carnaval Cadiz, en una imagen reciente. GERMÁN MESA

El calendario barrunta febrero. Es algo que se siente, más allá que por fechas, sino por epidermis, cosas de piel, sextos sentidos. El otro día me invitaron a un ensayo. Hablo de Carnaval, claro. De la previa previa al concurso. Ensayo general, familiar, como quieras llamarlo, gente de confianza pero por si acaso por favor cuidado con los móviles, respeto por el verso inédito.

En las tripas de la Viña. Nueve de la noche. Desde que tengo a la niña casi no conozco la calle a esas horas. Frío, humedad, gente que se agolpa, comentarios y risas nerviosas, una puerta que se abre, unas luces que se encienden. Conocidos y desconocidos, la gente igual pero variable. Treinta personas en veinte metros cuadrados. Seguro menos. Calor a pesar de la ventana abierta al mar.

Pronto en el centro un círculo, alrededor el resto, nosotros, acomodándonos cómo podíamos, daba igual. Aire cargado y tenso, nervios, son muchos meses, lo íntimo al aire, esa primera toma de contacto, cálculo de calibre. Suena el primer acorde del repertorio, las paredes forradas con decenas de fotografías que funcionan de faro y recuerdo, La respiración contenida, algunos observando el despegue, otros con los ojos cerrados esperando la avalancha, la magia, lo que sea, lo que el dios Momo quiera.

Las voces estallan, resuenan y reverberan al final de la copla. Tono aguerrido, notas altas, grupo potente. Esa furia del barrio, ese aire martinista de la segunda década de los dos mil, revolucionado, enrabietado, cuando muchos ponían en duda su calidad, sus finales, su guitarra vieja. El suelo vibró mientras el bombo daba el último platillazo y todos nos miramos, o a lo mejor no lo hicimos ni movimos un músculo, cómo hacerlo. Un pasodoble que te agarra por las solapas
y te dice y te habla y te cuenta aunque tú no lo quieras escuchar. Y el corazón me palpitó como hacía tiempo que no lo hacía. Y mi pie de pronto comenzaba a marcar compases olvidados, compases enterrados, compases zombis. El veneno latente. Esa primera y última copla que escribí hace más de una década. El tango que sangré sin firmar y lo cantó en el teatro medio centenar de personas. Esa ilusión gastada. Esa herida cerrada que de pronto latía, dolía, escocía. Historias de cicatrices abiertas. Los carnavales muertos.

Pero los carnavales no mueren. Se esconden, acechan y te hunden el pecho cuando ya no los ves venir. La casualidad ha tejido todo pero más bien parece hechicería, destino, las arenas movedizas de la vida en Sagasta. El temblor de piernas durante el resto de repertorio. Ganas de salir huyendo o quedarme allí pasa siempre. Con la garganta rota y ronca, seca, dolorida, la espalda sudada, como ellos. Risas y cuplés, estribillo y maldad y guasa, y la ventana abierta a la noche y a un popurrí y un final de popurrí que termina por reventarnos a todos. A mi el primero. El vello erizado y la certeza de estar ante una chirigota de calidad. Todos festejan y mis ganas irrenunciables de marcharme de allí por si no puedo escapar me suplican al oído. Por el camino de vuelta Fernando Quiñones y Paco Alba en piedra. Y una luna medio escondida y varios yonkis y algunos sin techo y cientos de gatos callejeros por el Campo del Sur. En la noche en que el cadáver de mi monstruo de febrero movió un dedo en su tumba. En la noche en que me invitaron a un ensayo a bocajarro.

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