Las denuncias por acoso y violencia sexual contra Íñigo Errejón no me han sorprendido. Desde hace tiempo, vengo reflexionando sobre el peligro latente de la violencia machista que todos los hombres llevamos dentro. Este ejercicio de mirarnos y aceptar esta realidad en uno mismo no es nada sencillo; sin embargo, con el tiempo he aprendido a identificar ciertas conductas y pensamientos, observando cómo el machismo se filtra en casi todos los espacios de nuestra sociedad, y la política no es una excepción. He visto cómo esta mentalidad permea en discursos y prácticas, tanto en afiliados como en líderes de partidos de izquierda, donde igualdad y feminismo se invocan en público, pero a menudo se tratan como una formalidad sin verdadero compromiso.
En la intimidad de las sedes, en reuniones y otros espacios de confianza, esos valores que en público parecen incuestionables suelen relegarse o percibirse como “asuntos de mujeres.” Este enfoque superficial va más allá de un simple olvido; refleja y refuerza una cultura que, aunque queramos negarlo, sigue otorgándonos privilegios y una posición de poder sobre las mujeres.
El machismo heredado forma parte de nuestra educación y cultura. Como hombres, nos han enseñado, de manera explícita o sutil, a dominar, a ocupar una posición de poder, y a ver a las mujeres desde una perspectiva desigual. Sé que no todos los hombres son agresores, pero admito que el machismo que hemos absorbido nos lleva, incluso inconscientemente, a ejercer una posición de dominio. En mi caso, reflexionar sobre esto me hace ver con más claridad la facilidad con la que perpetuamos actitudes que rayan en el abuso o la violencia simbólica.
La verdad es que, si no todos llegamos a ser abusadores, en parte es gracias a la lucha del movimiento feminista y a las barreras legales y sociales que hoy existen. Pero el cambio real y profundo no termina aquí; queda un largo camino en el que todos los hombres, yo incluido, debemos revisar nuestros valores y actitudes si realmente queremos romper con esta cultura patriarcal que, a veces sin darnos cuenta, seguimos reproduciendo.
El caso de Íñigo Errejón, junto a otros recientes, como el juicio en Francia donde se acusa a cincuenta y siete hombres de distintas edades y ocupaciones —un bombero, un periodista, un comerciante, un jubilado, un repartidor y un funcionario de prisiones— de abusar de una mujer drogada por su propio esposo durante nueve años, no son hechos aislados. Estos hombres, algunos reconocidos como padres, maridos o abuelos atentos, participaron en abusos que reflejan un problema mucho más profundo. No son episodios puntuales; son la expresión de una realidad construida sobre pensamientos y actitudes que contemplan a las mujeres desde una perspectiva de desigualdad, y en esa desigualdad se origina la violencia.
Es momento, por tanto, de dar un paso adelante: de pedir perdón como hombres, de escuchar a las mujeres y, aún más importante, de no cuestionar sus testimonios. Nos corresponde acompañarlas y permitir que sus relatos y su manera de entender el mundo nos guíen en la tarea de replantearnos el presente y construir un futuro más justo y esperanzador para todas y todos. Porque el problema no es solo Íñigo Errejón ni quienes abusan y maltratan; el problema somos los hombres.