Bajo la piel de la ciudad hay otras dermis, otros mundos paralelos que comparten el espacio físico, pero en realidad se hallan otra galaxia. Somos hormigas, correteamos ajetreadas por toda la colonia, mirando constantemente, pero no alcanzamos a ver. Nos hacemos la ilusión de que somos propietarios del medio urbano, pero estamos de paso. De paso al trabajo, maldición bíblica cuando se tiene, desesperación cuando se necesita y no se encuentra. De paso a la cola del paro, tras tirar la toalla tratando de hacer las gestiones oportunas por ordenador sin éxito, va el desempleado maldiciendo su suerte. De paso van los niños a la escuela cogidos de la mano de sus progenitores, recreándose en millones de novedades coloristas por explorar. De paso y sin prisa van los jubilados, en actitud fiscalizante prestos a inspeccionar las obras que tachonan la ciudad.
La mayoría de los y las urbanitas, transitan por las aceras absortos en sus reinos imaginarios; paraísos más o menos asequibles, fáciles de dibujar en la mente un martes a las ocho y cinco de la mañana. Otros, o quizá los mismos ven/vemos el paisaje a través de una ventanilla, como si viajáramos en tren, entendiendo cualquier trayecto como un desplazamiento obligatorio del que nada se aprende. Todo pasa deprisa ante nuestros ojos, tanto que en cuanto somos conscientes de algo, la imagen se esfuma.
Hay otros usuarios-habitantes, más propietarios de la ciudad incluso que los adolescentes, pero no son de este planeta. Ellos viven en el inframundo a ras de acera, tan invisibles como ajenos al trajín de la calle, tan de la ciudad como el mobiliario urbano, parecidos a las papeleras o quizá a las alcantarillas. Están ahí, pero a nadie les importa, no decoran, al contrario, una ciudad como Dios manda en un país entregado al turismo, los ve como si fuesen lamparones en una camisa de seda blanca recién planchada.
Ellos decidieron hace tiempo, bajarse de este mundo sin que se detuviera. Probablemente en un acto de cobardía, bajaron los brazos en lugar de seguir encajando golpes. La valentía de tragárselo todo no es exigible a nadie, todos tenemos un límite. En un momento le gritaron a los problemas que esperasen a que terminase el efecto evasivo de una copa. Cuando el alcohol se acabó, pidieron una prórroga y luego otra, así, demora tras demora, copa tras copa, excusa tras excusa, el sofá de su casa se convirtió en las escaleras de una estación de autobuses y la copa en un cartón de vino.
La mayoría de los “invisibles” que habitan el paisaje de las ciudades, (peor considerados que cualquier plaga) no han sido capaces de levantarse. Tal fue su caída, que el vértigo y el miedo a la realidad, a enfrentarse a sus fantasmas no les deja ponerse en pie y reclamar un lugar en el mundo. El miedo es el peor enemigo del ser humano, por miedo se traiciona, se roba y se mata, por miedo uno se miente a sí mismo, por miedo hasta los más fuertes se autolesionan con pequeños actos suicidas cotidianos hasta llegar al oscuro fondo de la autodestrucción.
De vez en cuando afloran destellos de lucidez, esa es la peor tortura. Es entonces cuando recuerdan que fueron ciudadanos antes de ser despojos. Que tuvieron sueños asequibles, más o menos como los de todo el mundo. Tener una profesión y sentirse cómodo y respetado en ella, cobrar todos los meses entre los días uno y cinco. Fundar una familia, ver crecer a los hijos, tener amigos, planificar futuros, ir de vacaciones a París, o al menos a Matalascañas, aunque sólo fuesen tres días, aunque sólo fuese una vez en la vida.
En la escalinata de la estación de autobuses de Plaza de Armas, en el centro Sevilla, como en tantos lugares, la miseria huele a fracaso y vinagre. Un hombre en otro tiempo normal, con una vida normal, duerme al sol despreocupadamente. Está a punto de caer rodando escaleras abajo, no importa a nadie, ni siquiera a él. En realidad bajó la escalera hace mucho tiempo. Ante el espectáculo, los peatones piensan, “él se lo ha buscado”, “no es asunto mío”, “bastantes problemas tengo”. Alguno masculla mientras baja con cuidado los peldaños, “seguro que es más feliz que yo”. Cuando se está inconsciente, no se es feliz, pero tampoco se sufre. En cualquier momento puede caer rodando, en cualquier instante cualquiera de nosotros también podemos caer rodando hasta el infierno.
La vida a veces es una ruleta rusa.