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Disculpen de antemano si ofendo a alguien, pero tengo en la cabeza la pegadiza canción de Serrat que dio título a un programa televisivo de rutilantes y precoces miniestrellas. Es que el otro día, viendo la caravana motera entre el Circuito y el Mamelón, sentí una mezcla entre compasión, ternura e indignación al contemplar cómo en medio de tanta cilindrada de dos ruedas se colaban chavalillos con su scooter, con más moral que el Alcoyano. La imagen que se me vino a la cabeza, automáticamente, fue la de aquel Steve Urkel de Cosas de casa marcando costillas en una gala de Míster Universo. Supongo que su corta y tierna edad es lo que lleva a estos adolescentes a pavonearse sin escrúpulos en medio de la marabunta motera, cual pingüino en un garaje. Sin escrúpulos, por cierto, y sin la equipación adecuada, lo que los expone a peligros por los que en su día se prohibió la fiesta motera.

¿Se acuerdan de aquellas gymkhanas en la Avenida? Con razón muchos dirán que desde la prohibición la motorada —otra cosa es el Mundial— ya no es lo que era. Y quizá nunca lo volverá a ser. Hemos ganado en confort y seguridad pero hemos perdido en ambiente y dinero para la hostelería. Pero ese es otro debate. A mí, la caravana motera me hizo recordar como un espejismo de nostalgia aquellos desfiles en la jaula de Álvaro Domecq, donde se quemaba mucha goma y donde se colaban de rondón nuestros jinetes del infierno autóctonos, a veces con sus quads y a veces con sus scooters, como elefantes en cacharrería.

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