La crítica social a la juventud dista mucho de ser algo nuevo. Frases como “los jóvenes cada vez están peor” son algo casi transversal a la historia de la civilización. No en vano, ya Sócrates se lanzó en plancha a la estigmatización de la juventud, achacando a los “jóvenes de hoy en día” (es decir, los del siglo IV antes de Cristo) que amaban el lujo, tenían pésimos modales, desdeñaban la autoridad, perdían el tiempo, etc. ¿Es tan diferente este discurso del que sostiene buena parte de la sociedad actual? ¿No será entonces más bien que este tópico se repite a lo largo de toda la historia de la humanidad? ¿No podría ser que siempre ha existido lo que llaman el “salto generacional”, que hace que los mayores no entiendan a los jóvenes (y, por qué no decirlo, tampoco los jóvenes entiendan a los mayores)?
Por supuesto, puede haber críticas justificadas, así como cada generación tiene sus particularidades, sus pros y sus contras. Sin embargo, da la sensación de que el discurso de estigmatización de la juventud ha llegado a institucionalizarse durante los últimos años en nuestro país. Por ejemplo, la imagen que se proyecta estos días de los jóvenes en los medios de comunicación es terrible: inconscientes, vagos, vándalos o, sencillamente, imbéciles. Se habla de los ninis y de la generación de cristal, se les desprecia como a niños malcriados, se les culpabiliza de su situación laboral, y hasta se les llega a criminalizar de forma generalizada en medio de esta compleja situación pandémica. Y estas críticas vienen desde todos los frentes, incluyendo a personas concienciadas que suelen considerar el contexto social que rodea las situaciones personales. Excepto con los jóvenes. Con ellos no. Los jóvenes son malos y punto.
Lo cierto es que España es un país con un desempleo que ronda el 40% en menores de 25 años, y esta situación no es precisamente nueva, sino que ha oscilado en cifras inferiores y superiores a lo largo de alrededor de 40 años, alcanzando picos de más de un 55% en la última década. Hemos asumido que esto es normal, tanto como que llueve hacia abajo, que en verano hace calor y que Jordi Hurtado no envejece al mismo ritmo que el resto de los mortales. No parece que estas cifras alarmantes, que nos sitúan en la peor posición de toda Europa (¡20 puntos por encima de la media de la UE!), resulten una prioridad política para absolutamente nadie. Pero, sin embargo, con tan halagüeño panorama, culpabilizamos a los jóvenes porque efectivamente no creen en la política y en sus instituciones (con todo el riesgo futuro que eso supone) y nos preguntamos por qué los jóvenes muestran desidia. Los criticamos por ello. ¡Deberían estar motivados con el mercado laboral que hemos creado para ellos! En cambio, mucha menos atención nos merece el progresivo pero constante aumento de las cifras de ansiedad, estrés, depresión y suicidios entre los jóvenes. Y, nada, que no atamos cabos.
En mi experiencia como profesor universitario, estoy harto de ver a estudiantes que se parten la cara para conseguir un trabajo. No a todos, por supuesto, pero sí a la mayoría. Su máxima aspiración suele ser algo tan simple como tener un trabajo en aquello para lo que han estudiado durante años. Sus expectativas y las de progenitores van lógicamente en este sentido. Y, como consecuencia, hacen prácticas de forma gratuita durante más tiempo del que resultaría decente en un país con un mercado laboral más saludable. Porque para trabajar cobrando les piden una experiencia profesional que no les dan la oportunidad de obtener. Están dispuestos a que jefes que, en ocasiones, cuentan con una formación mucho menos sólida que ellos, pongan en cuestión sus capacidades antes siquiera de testarlas. Y están dispuestos a celebrar como un premio de proporciones estratosféricas la consecución de unas prácticas remuneradas o un contrato de trabajo temporal a media jornada. Créanme si les digo que la imagen que tengo de mis estudiantes dista mucho del estereotipo que parece haber calado en la sociedad. Y, sí, es mucho más habitual que me hagan sentirme profundamente orgulloso que lo contrario.
Del mismo modo que los pobres no son los únicos responsables de su pobreza, los jóvenes no son los únicos dueños de su destino. Ellos no han configurado el itinerario formativo y vital que se espera que cumplan. No han sido ellos quienes han inflado la dimensión de las expectativas. Y, desde luego, no han diseñado el funcionamiento del mercado laboral español. Culparlos a ellos es culparnos a nosotros mismos como sociedad. Estamos a tiempo de pasar de la crítica y la estigmatización al análisis y la puesta en marcha de soluciones, empezando por una honda reforma de la inserción laboral en nuestro país.