Cuando yo era una niña, en casa y en la escuela nos enseñaban a tratar a las personas mayores con respeto. Tal era la diferencia entre este sector de la población y el resto, que saludar con un simple “adiós” era considerado de mala educación. Eran recomendaciones que se convertían en normas y hábitos para las niñas y niños educados. Así que cuando me cruzaba con mi maestra en la calle, o con cualquier otra persona de edad con la que tenía alguna relación, le soltaba: “Vaya usted con Dios”. Tal cual. En esa época llamábamos “personas mayores” a los adultos de un tramo de edad bastante amplio, que incluía a los viejos.
La palabra viejo no implicaba menosprecio; era una simple descripción que señalaba a una parte de la población con características físicas y psicológicas muy determinadas; era un sinónimo de longevidad, de ancianidad. Es verdad que eran tiempos en que la juventud no tenía tampoco el tratamiento y prestigio que tiene actualmente. El valor que se da a lo joven, especialmente desde los años sesenta del siglo XX, ha corrido paralelo a una especie de gerontofobia que afecta, sobre todo, a las sociedades tecnológicamente avanzadas.
La velocidad de los avances técnicos, ha ido dejando a un lado el valor de la experiencia, propio de la vida tradicional, en la que la transmisión del conocimiento era más lento y muchas veces nos llegaba a través de las enseñanzas directas de nuestros mayores. No hace falta irse al anciano de la tribu en una comunidad primitiva, que desde luego era el sabio al que se acudía cuando se tenían que resolver problemas que afectaban a la vida en comunidad. Hasta hace pocas décadas, la palabra y la experiencia de los padres y abuelos de cualquier familia española gozaban de prestigio; tenían un valor y generalmente eran escuchadas. Las jóvenes madres, por ejemplo, no solían poner en cuestión la experiencia de las mujeres mayores de la familia a la hora de la crianza. Ahora resulta que muchas confían más en nuevas profesionales, figuras sustitutas de las abuelas, como la Doula, que es la que acompaña a la joven mamá en los primeros meses de vida de su bebé.
Últimamente sigo una serie canadiense en Netflix: Madres trabajadoras. Madres trabajadoras sigue la vida de cuatro mujeres mientras hacen malabares con el amor y sus relaciones, sus carreras profesionales y la maternidad. Cada cual se identifica con lo que está viviendo o ha vivido, eso es verdad. Yo en este momento, con mis 68 años, observo las historias de estas jóvenes madres, como la que cree estar de vuelta de todo, aunque para qué nos vamos a engañar, eso quizás no sea tan real. Eso sí, sentada en mi sofá, suelo hacer comentarios, no exentos de ironía y humor malévolo, porque me identifico con esa abuela que tiene que defender ante su joven hija que es capaz de saber cuándo y qué clase de atención necesita su bebé.
Mientras, la hija, busca desesperadamente los consejos de una profesional que es la que le da seguridad. Al fin y al cabo, una “vieja”… ¿qué sabe una vieja de criar niños? Todo se profesionaliza, especialmente cuando se tienen medios económicos; si no, se tira de los abuelos, aunque haya que estar erre que erre, diciéndoles qué se hace y qué no se hace con el niño. Que ya las cosas no son como antes, faltaría más.
Hace poco hice un viaje en Blablacar con tres jóvenes veinteañeros. En esas horas de coche fui consciente de que yo era invisible para ellos como persona con vida propia. A ninguno se le ocurrió preguntarme nada. Vale, tengo pinta de jubilada, pero esa no es mi profesión. Soy una mujer que ha tenido una trayectoria profesional rica, que todavía tengo responsabilidades en una entidad cultural, que he publicado tres libros, y que me considero una persona con criterio para hablar de muchas cosas. Os aseguro que permanecí muda durante cuatro horas, muda e invisible.
Estos ejemplos son sólo una muestra de cómo la experiencia, también en la vida cotidiana, ya no se considera un valor. Ahora los que saben son ellos, esa generación de millennials, universitarios, expertos en qué sé yo cuantas disciplinas, titulados por tres o cuatro universidades. Basta con fijarse en los nuevos directivos de los partidos políticos. Ellos y ellas no superan los 40 años y apenas han tenido experiencia en la vida laboral, ni han tenido que administrar un núcleo familiar con unos cuantos hijos y pocos medios. Sin embargo, se sienten preparados para gobernar un país.
¿Se han fijado ustedes en la edad de los políticos que van en las listas de los partidos cuando hay elecciones? Se ha conseguido la igualdad en cuanto a la paridad. Hombres y mujeres representados en Congreso y Senado. Vale. ¿Pero hay paridad en cuanto a generaciones y edad? ¿Cuántos mayores de 65 y no digamos de 70 hay actualmente en el Congreso de los Diputados? ¿No es cierto que los mayores deberíamos reivindicar estar presentes en los espacios donde se deciden cosas que también nos afectan?
Se habla mucho de envejecimiento activo, pero no cuentan con nosotros en puestos relevantes de la política. Nos apartan a hacer gimnasia o manualidades en los centros de mayores, a realizar tareas sencillas y voluntarias en una ONG, o nos ofrecen todo tipo de viajes y actividades lúdicas del Imserso. ¿No es eso segregación por edad?, o peor aún: gerontofobia. ¿Cuántas personas de más de 70 años conocemos que son perfectamente válidas para poder desarrollar una tarea política y socialmente relevante? Yo bastantes. Y aunque en algunas grandes corporaciones, bancos, o instituciones mundiales suele haber representantes septuagenarios, como dice el refrán “una flor no hace primavera”.
Y resulta que hoy me despierto con la noticia de que celebramos el Día Internacional de las Personas de Edad. ¡Válgame Dios! Otro eufemismo para hacer desaparecer la palabra viejo; para no ofender, digo yo. Pasamos de hablar de abuelos a Mayores, luego a Tercera Edad, Envejecimiento y qué sé yo qué otros nombres se le ha dado a este tramo de edad al que teóricamente estamos agasajando. Ahora somos “personas de edad”. Vaya, yo creía que todas las personas son de edad. En fin, formas diferentes y hasta extravagantes de evadir algo natural como es la vejez, uno de los tabúes de esta sociedad ignorante, que piensa que cumplir años nos vuelve idiotas.