Marismas de Trebujena, en una imagen de archivo.
Marismas de Trebujena, en una imagen de archivo.

Desciendo desde Trebujena por la carretera del río, que discurre entre ondulados viñedos labrados con tanto primor como si de jardines se tratase, y me sorprendo de pronto asomado a un mar de soledades. A mis pies, apenas velada por la neblina de la mañana, se extiende una vasta y desolada llanura cuyos confines se pierden en dilatadísimos horizontes. Es la marisma. Me adentro en aquellas tierras llanas y yermas en las que el agua encharcada espejea en extensos humedales. No hay árboles, ni cerros, ni casas, ni nada. Todo es ausencia en aquella infinita extensión de tierra, de agua y de cielo, paraíso de la luz y de las aves.

Al bajarme del coche me siento preso de un indefinible desasosiego interior, de una vaga congoja. En medio de la enorme llanura solitaria, bajo aquel cielo grande y luminoso, soy de pronto un ser empequeñecido y reconcentrado, diminuto. Los graznidos lejanos de las aves acuáticas ponen en el silencio notas que se me antojan vagamente trágicas. Estoy en un mundo que me es ajeno y extraño. Pero al rato de caminar por aquellas soledades mi ritmo interior se acompasa al que late en el entorno, y el paso del tiempo se torna pausado y lento, como el vuelo cansino de las garzas elegantes que remontan sorprendidas por mi presencia, o como en la distancia pastan los toros oscuros, indolentes, en mitad de la marisma.

Me acerco hasta el río Guadalquivir de aguas lentas y turbias, sometidas al perezoso vaivén de las mareas, y contemplo las barcas de los riacheros y sus redes izadas que ponen una nota pintoresca en aquel paisaje que es pura lontananza, paradójica ausencia absoluta de paisaje. En las orillas, apenas señaladas con rústicas empalizadas clavadas en el fango, los costillares de antiguas embarcaciones por allí varadas nos hablan del tiempo, ese paciente escultor de ruinas. Regreso a Jerez después de todo un día caminando por la marisma, y tengo la sensación de quien acaba de llegar de un largo viaje. Y ya en mi casa, al abrigo de mis libros, de mi música y de mis cosas, me parece una enorme suerte y un consuelo poder ir a la soledad de la marisma y escapar de ella en un mismo día de otoño.

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