La Franja de Gaza es un trocito de territorio tres veces más pequeño que el término municipal de Jerez, no llega a tener ni tres veces el tamaño de la ciudad de Sevilla. Allí viven 2,2 millones de personas.
Israel ha cerrado sus fronteras terrestres a cal y canto, Egipto también ha cerrado la suya. En la otra frontera está el mar, y su puerto bombardeado. No entran alimentos, ni medicinas, ni combustible. Si no entra combustible no funcionan las centrales eléctricas. Si éstas dejan de funcionar —han dejado de funcionar— no disponen de electricidad. Desde hace unos días no tienen luz, no funciona ningún electrodoméstico, no se pueden recargar las baterias de los dispositivos que permiten la comunicación con otros más alejados, con el resto del mundo: ni móviles, ni ordenadores. Significa funcionar en hospitales con grupos electrógenos hasta que se pueda. Hagamos un ejercicio de empatía e imaginémonos en esas circunstancias.
Israel ha dado un ultimátum a la población de la zona norte y parte del centro —algo más de un millón de personas— para que se desplacen hacia el sur de su escueto territorio. Que lo abandonen todo: hogares, trabajos, pertenencias... y huyan. Que huyan porque tienen decidido —o al menos así lo dan a entender— atacar el territorio de una forma como nunca antes se ha visto, dicen. Quizá la destrucción sistemática, o entrar casa por casa —¿qué les ocurrirá a sus ocupantes?— para evitar matar a los rehenes.
Mientras, se ha iniciado la mercadería de las declaraciones públicas mundiales. Desde Israel está en todo su derecho de hacer lo que tenga que hacer y tiene nuestro apoyo, hasta quienes condenan las medidas que está tomando. Otras voces suscriben el manido Israel tiene derecho a defenderse, pero que procure no hacer daño a los civiles —¿existen agresiones armadas que no dañen a los civiles?—. Ahora no es tan sencillo dividir el conflicto en buenos y malos. Porque el “bueno” está cometiendo una atrocidad contra la población civil —unas medidas crueles y malvadas—, o porque el otro “bueno” realizó un ataque armado repentino al país vecino en el que murieron muchas personas —una acción brutal y malvada—.
Ni buenos, ni malos, ni líderes mundiales diciendo y desdiciendo declaraciones van a solucionar un conflicto —ahora bélico y como siempre humanitario— que lleva sin resolverse décadas y décadas. A muchos países importantes y organizaciones mundiales de siglas muy conocidas que tienen peso para mediar les ha traído sin cuidado lo que ocurría en la Franja de Gaza, porque los acuerdos políticos, económicos y geoestratégicos con Israel —una gran potencia— tienen mucho más interés y relevancia. A los palestinos que los zurzan -en mi lengua materna-, que es lo mismo que optar por desentenderse de la población que habita la Franja de Gaza y que año tras año ha sufrido ataques armados, bloqueo de sus pasos fronterizos, colonización de sus límites, desatención a sus derechos... Desentenderse de la prepotencia de Israel que ha sumido al territorio gazatí en la pobreza y la miseria. Y también de las consiguientes respuestas violentas por parte de los palestinos que ha suscitado esta situación.
Aparte de los gobiernos y grupos de poder de los territorios, existimos los habitantes, los pobladores de cada territorio de este mundo: nadie en sus cabales desea padecer guerra, miseria, pobreza, miedo... Pero somos quienes no importamos. No importan las personas que habitan la Franja de Gaza, porque a los poderes solo parece importarles Hamás; no importan los habitantes de Israel, porque lo único que vale es lo que haga el gobierno de Netanyahu. Las personas normales y corrientes no significamos nada. Desde ahí, desde este lugar es desde donde quiero mirar, de persona a persona, para no hundirme en los fangos de buenos y malos. Para no perder el sentido de la empatía y la solidaridad.