La semana pasada estuve en una excursión en Asturias. Nunca me cansaré de esas montañas, ese mar, los distintos tonos de verde, los quesos, las fabes y la sidra. El riachuelo que bordeaba la casa rural donde nos quedamos aún suena en mi cabeza, y la niebla de las montañas al amanecer se me antoja el mejor escenario de paz del mundo mundial. Nunca el gris fue tan verde, ni el silencio dijo tanto.
En medio de ese marco ideal, tanto alumnos como compañeros (yo les llamo “compimigos”) aprendimos de lo divino y lo humano a través de pinturas rupestres, yacimientos arqueológicos, museos, lagos, senderos, comidas juntos, horas en autobús y muchas confidencias. Tuvimos muchos profesores, pero Fermín y Dorita se ganaron además nuestro corazón.
La quesería familiar que montaron con mucho esfuerzo es una de las más modernas de la zona de Cabrales, y aprendimos que las vacas necesitan también huir del estrés, de sistemas de ordeñe y de cómo adaptarse al medio para no solamente sobrevivir, sino destacar.
La historia de esta pareja tan entrañable podría aparecer en cualquier libro de crecimiento personal: infancia y juventud de pastoreo en las montañas, matrimonio, hijos, ruina por un fallo eléctrico, tocar fondo, pedir ayuda, unión y tirar hacia delante. Escrito así, solo con palabras sueltas, podría ser la vida de cualquiera, exceptuando el pastoreo, aunque ya me hubiera gustado a mí. Cada uno podría narrar su propia historia utilizando estas expresiones, pero la de Dorita y Fermín es especial porque aprendieron tanto que no tienen apuro en contarla a jóvenes que casi empiezan a vivir. Él, tranquilo, de pocas palabras, simpático, grandote, bonachón. Ella, pura vitalidad, pequeña, nerviosa, con unos bíceps de mover quesos que ya quisiera cualquiera que se pase mil horas en el gimnasio.
En las paredes, premios, fotos de su “güela”, de sus hijos, de ellos, de sus quesos, dando valor a la tradición, al trabajo duro y la constancia. Mis alumnos adolescentes cayeron enamorados de aquella mujer que no paraba de decirles que deben prepararse, formarse, que es lo mismo que les digo yo, pero a primera hora de la mañana y con peor humor.
El monólogo de recibimiento de Dorita a las puertas de su quesería emocionó a muchos alumnos, se les notaba en esas caras libres de arrugas y llenas de ganas de comerse el mundo desde que Dorita les dijo que debían aprovechar y valorar todo lo bueno que tienen en su vida. Y nos emocionó a los tres adultos, que detrás de ellos recordábamos cuando también tocamos fondo, cuando pedimos ayuda y cuando fuimos conscientes de que habíamos avanzado en esa montaña que desde abajo parecía imposible de conquistar.
Una semana después me descubro en clase mirando a esos alumnos; les he pedido que hagan una redacción en inglés y se han puesto a la tarea con facilidad, no me ha costado convencerlos. Los imagino adultos, viajando, trabajando, con hijos. Con suerte vendrán al colegio a contarnos que les va bien, y con suerte les podremos escuchar. Ojalá Fermín y Dorita aparezcan de vez en cuando en su memoria para recordarles que da igual las veces que te caigas, lo importante es querer levantarse, y que cuanto más te caigas, más oportunidades tendrás de hacerlo. Y ojalá se sigan quedando mudos ante la belleza, ya sea lago, montaña, playa, fabes o una persona valiente.