Uno arrastra una timidez severa desde que tiene uso de razón. La notas sobre todo en el arranque, como arrastrar un saco de escombros, las pocas ganas, conocer gente nueva por primera vez. Por eso es un golpe duro que mi panadería de barrio más cercana haya cerrado. Casi de un día para otro, baraja abajo días seguidos, otro los dueños limpiando y desmantelando los restos. Antonio era parte de las rutinas, darle los buenos días, el pan de siempre, salvo antojo de última hora de mi mujer: integral o semillas.
La calidad del pan era la justa. Ucrania, la inflación, los manejadores del mundo, intermediarios con hambre, Mercadona, ya se sabe. ¿Has dado una vuelta últimamente por el pasillo del aceite? Un consejo, no lo hagas, cómprate un freidora de aire e imagina que las croquetas son como las de antes. A no ser que seas pudiente, votes derecha y te laves los dientes con aceite de oliva. Pero eso es otro tema.
De la calidad, Antonio no tenía toda la culpa. Como mucho lo que podía hacer era cambiar de proveedor, hacerse artesano, haber tenido más suerte en la vida. Desde luego, no ibas a ver a Antonio amasando de madrugada, las cejas bañadas de harina, los brazos musculados. El pan ya venía precocido de fábrica y él sólo tenía que cocerlo en el horno un rato. Más vendedor de pan que panadero. Aún así solía abrir desde antes del amanecer para aprovechar los bocadillos de los chavales y abrir tardes y domingos y fiestas y madrugadas de carnavales sin permiso para llenar su nevera y pagar su alquiler, sus cosas.
Antonio tendrá más o menos mi edad, por aspecto, Tampoco es que supiésemos demasiado el uno del otro, algunas pinceladas que se nos escapaban, una vez roto el hielo del principio, cuando me mudé aquí hace ya unos años, antes de la pandemia, y las frases comodín de ascensor sobre lo caro de todo, la angustia del tiempo, dieron paso a píldoras más personales sobre nuestras vidas durante los escasos segundos que duraba la transacción. Que sepa, no nos unía mucho más que el pan. Mientras yo era más de carnaval, él prefería partirse la espalda cargando en semana santa. (Si el primero no va en mayúsculas, el segundo tampoco). Hacía de cargador un día sí y otro también, en su cofradía y en la que cuadrase, cualquiera le venía bien para reventarse los hombros y las vértebras poco a poco.
Por ser prácticos, lo más probable es que el negocio no fuera a más, que la asfixia de las subidas fuese su debacle definitiva y se marchase sin hacer ruido, sin llorar ni encadenarse ni huelgas de hambre y con cansancio y la dignidad intacta. Espero que el motivo de su ausencia no sea la salud, Antonio es un tío joven y supongo que todo lo sano que puede ser un panadero moderno. Quizá estaba apuntado a crossfit y mantenía el colesterol a raya. Por muy graciosos que nos consideren allá arriba, que todo sea producto de una broma no entra como posibilidad.
A lo mejor se ha ido de vacaciones y todo esto solo es cosa de una semana. Pero no ha dejado ningún cartelito avisando y los currelas autónomos no poseen dicho lujo. El de largarse por ahí, digo. Cerrar y dejar de facturar, también. Además, ha arrancado la hoja donde venía el nuevo horario de apertura que impuso. De ocho a tres en verano, tardes cerrados, domingos también últimamente. Algo había cambiado, se había relajado. A lo mejor se estaba enamorando y ha dejado esta profesión esclava de apertura infinita para dedicarse a amar, disfrutar la vida, hacer el loco, un año sabático viviendo en el coche junto a ella, durmiendo en la arena, ducharse con agua salada en el mar. Espero de corazón que sea eso.
Y ahora qué hago yo, Antonio. La manía de desayunar, tomar algo sólido y tostado y untado de algo. Solvento la papeleta comprando el pan en un supermercado cercano. Lo sé, eso no es pan ni es nada. Pero qué pretendes, que explore de nuevo el barrio, que me patee las calles e incursione en el territorio de un nuevo Antonio, que rompa mi timidez por la mitad y vuelva a empezar de cero, el proceso, la confianza, ser nuevo cliente.
A lo mejor me acoge bien, como seguro que bien habrá recibido a otros que fueron parroquianos tuyos. O hago yo de Antonio y me hago mi propio pan y abro mi huerto en la terraza y pongo unas placas solares en el balcón. Dicen que es el futuro que nos espera. A lo mejor la solución es dejar el pan. Una señal, dejar de engordar. Pasarme a la fruta, los cereales integrales, apuntarme yo también a crossfit y a lo mejor encuentro ahí a Antonio, me explica y nos abrazamos. O a lo mejor debo pasarme a los churros y tirar la línea y todo por la borda. Al fin y al cabo es el mismo invento pero imaginado por una mente calenturienta y fantasiosa. Sí, me temo que este podría ser el final del pan.