10 de noviembre. La cuarta vez que vamos a votar elecciones generales en cuatro años. Tiempo atrás nos hubiera parecido inverosímil, allá cuando las campañas electorales eran periodos intensos, con debates intensos y políticos intensos. Cuando todo parecía tener (o quizás simular) un cariz más serio o más sencillo que el de hoy en día. El bipartidismo es lo que tenía, todo al azul o al rojo. Y ahora hay más fichas en el tablero de este parchís nacional.
Después de un verano de farsa, se juega una mano más y todo se apuesta al 10N. Fruto de una urdida estrategia, que ya de eso se ha hablado bastante, la repetición de los comicios para elegir Gobierno de España corre un riesgo importante en cuanto a coste de participación. Y es que la fibra sensible de la paciencia de los electores ha sido manoseada y es finita, en tiempo y forma.
¿Habrán tenido en cuenta que la dormidera de la masa es relativa? La voluntad social puede ser controlable en algún momento, pero es imprevisible, a pesar de las encuestas y de toda la información que el big data atesora de cada una de nuestras inconscientes y continuas aportaciones. De hecho, ya hay un movimiento, surgido y difundido precisamente en redes sociales, que da cabida a todo aquel cabreado por la incompetencia de todos los que tienen a este país al filo de una nueva crisis socioeconómica y siguen sin parapetarlo para la embestida.
De momento, atendiendo a la propia Ley Electoral que ampara estos tejemanejes y la falta de acuerdo, un significativo número de ciudadanos está solicitando no recibir la propaganda electoral en sus buzones. Puede parecer una cuestión menor, pero cualquier movimiento imprevisto que surja de la iniciativa personal es muestra de que ¡ojo!, aquí hay hartazgo. Y no hablemos ya de los miles de ‘me gustas’ y compartidos, comentarios y exabruptos al respecto.
Y es que, la repetición de las elecciones obliga al Gobierno en funciones a aprobar una ampliación de crédito para poder pagar los gastos de maquinaria electoral, con un presupuesto inicial de unos 140 millones de euros. Haciendo cuentas, el gasto total de las últimas convocatorias electorales llega a los 540 millones de euros.
Son muchos a los que les envenena la sangre conocer este derroche y, de momento, hacen uso de su derecho (modificación de la Ley Electoral de 2018) y han solicitado al Instituto Nacional de Estadística –INE- su exclusión en las copias del censo electoral que se entregan a los representantes de las candidaturas para realizar los envíos postales de propaganda electoral. La web del INE se ha llegado a colapsar. La gente no lo aguanta todo.
El horno no está para bollos, y muy cuidadosos deberán estar los que venden programas para que sus acciones propagandísticas no tengan efectos no deseados. A lo mejor es el momento de que surjan nuevas fórmulas de comunicación política que empaticen realmente con los ciudadanos. Lo mismo de siempre no sólo no convence, sino que predispone para mal. No sólo hay rechazo a la campaña electoral, sino que es certera la amenaza de la abstención. Una cosa lleva a la otra.
Sería recomendable, y podría ser incluso una oportunidad, ahorrarse los mítines, los dípticos y las ruedas de prensa cansinas, ensuciar la ciudad con carteles repetitivos. Que los candidatos no tengan miedo, en cambio, a mostrarse e, incluso, equivocarse en las entrevistas valientes y en los debates serenos, que no están reñidos con la contundencia. Y que hablen, hablen con la gente que se encuentran tomando café, en el súper, en la sala de espera del médico… Y que escuchen, escuchen las conversaciones en el autobús urbano, en la puerta del colegio cuando lleven a sus hijos (sí, esto es positivo), escuchen a la del estanco o al del kiosco, al frutero y a la vecina del quinto.
Que nos convenzan, si es que pueden, de por qué hay que ir a votar otra vez, por qué merece la pena, por qué es lo mejor para el país, y digan solo una cosa que vayan a cumplir. Solo una. Porque con una verdad bastaría, quizás, para volver a creer. Seguro que son capaces.
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