Un perro, cruce de razas, camina tras su dueño a paso ligero y se para ante el guía turístico, vendedor de billetes del autobús panorámico de ciudad, reclamando su caricia diaria. Animales de costumbres, también es el hombre.
Esas palmaditas en la espalda, reconfortan a pequeños como estímulos, y a mayores, entre abrazos, afianzando la cercanía de suma amistad. Ante el desconocido, una bienvenida o saludo acompañado de una sonrisa, con mirada a los ojos, empatiza y derrite las frías y gélidas roturas en pro de la necesaria comunicación social.
Un cantante conocido tuvo un inconveniente al querer regalar un cachorro a un familiar por su cumpleaños, a cientos de kilómetros. El llevarlo en brazos no es el modo reglamentario en transporte público, ni su falta de billete de mascota justificable. Ante las advertencias de azafatas y del propio revisor, la negativa al entendimiento por parte del porteador, tuvo que acudir el jefe de seguridad de la estación. Imagínense la escena, con tren sin salir a pesar de superar su hora, pasajeros atónitos, en el andén, todos queriendo hablar cada vez más alto, sin escuchar, y de pronto, ante la petición de ruego, al estar ante un personaje de notoriedad pública, en un silencio de segundos la superioridad dice: "Y a mí que me importa la raza del perro, el perro paga".
En este momento de especial relevancia social de mascotas, donde el gasto de un mes en comidas de perros y gatos de EE. UU. y Canadá, es el mismo presupuesto que el de lucha contra el hambre (800 millones de personas) a nivel mundial por parte de la ONU durante un año, tenemos que reflexionar si es el planeta que queremos.