Fútbol, patriarcado, masculinidad: una ofensa a la gente decente

Los gritos, las peleas, las palmadas fuertes en la espalda, el lenguaje soez y altanero, las novatadas... todo esto reflejaba una constante necesidad de acreditar una hiperhombría que no teníamos

Miembro de la Asociación de Hombres Igualitarios de Andalucía. (A Rocío siempre, antes, después y luego)

Álvaro Morata, con la Euro 2024.

El término 'patriarcado', aunque muchos desconozcan su significado, puede incomodar a la mayoría de los hombres. Las imágenes recientes dieron mucho de qué hablar, así que decidí dejar pasar unos días para reflexionar al respecto.

Hace unos años, escribí un libro en el que exploraba la necesidad de adoptar una perspectiva feminista de la realidad. En sus páginas, compartí las sensaciones y desajustes que experimenté desde niño ante las manifestaciones colectivas de la masculinidad. Estas se repetían en el colegio, el instituto y a lo largo de toda mi vida. Nunca me sentí cómodo con ese concepto de lo masculino: rudo, arrogante, violento y maleducado, con el que el sistema nos reprogramaba continuamente para ser considerados 'hombres', al más puro estilo de la novela de Orwell.

Los gritos, las peleas, las palmadas fuertes en la espalda, el lenguaje soez y altanero, las novatadas... todo esto reflejaba una constante necesidad de acreditar una hiperhombría que no teníamos.

Al ver las imágenes de la celebración del campeonato de Europa de la selección española, muchos recuerdos de mi infancia y juventud volvieron a mí, haciéndome ver lo poco que hemos avanzado. La persistencia de esa camaradería masculina que aceptamos para no ser señalados ni separados del grupo. Ese hipócrita pacto entre caballeros que nos hace cometer tantas estupideces y barbaridades.

Parecía una reunión de cuñados eufóricos y exaltados por ser los mejores, una insoportable despedida de soltero retransmitida por televisión en horario de prime time. A los hombres nos encanta subirnos en grupo a un escenario y dar rienda suelta al macho que llevamos dentro, algo a lo que no nos atrevemos en solitario. El grupo siempre nos protege. Eso fue lo que me pareció este acto de los futbolistas de la selección: testosterona en su máxima expresión.

El más gracioso es quien dice la barbaridad más grande, quien grita, chilla y brinca más rápido y alto, porque así nos han enseñado a divertirnos: monopolizando, ocupando el escenario, teniendo la voz cantante, despreciando y no respetando. El mundo es nuestro; a por ellos, tiembla Europa, somos los reyes. Como no sabemos exteriorizar nuestras emociones, lo hacemos como bárbaros. Y si a esa expresión colectiva de la masculinidad le añadimos dosis de nacionalismo hispano, con consignas como "yo soy español, español, español" o "Gibraltar español", el resultado es humillante para cualquier mente mínimamente decente.

Al recordar también las imágenes de la celebración del campeonato del mundo de fútbol ganado por la selección femenina, reflexiono sobre lo mucho que tenemos que aprender de las mujeres, de su forma de entender la vida y sus maneras de estar.

No sorprenden comportamientos así en una cultura que sigue impregnada del gen masculino que lo contamina todo, haciendo que lo soez, ordinario, agresivo y ramplón sea enaltecido sobre otros valores. El fútbol es un mundo ideal para ello. Un acto que debiera haber sido de orgullo y felicidad se ha convertido en una vergüenza.

Sé que no todos los hombres son así, y que muchos no se identifican con esos comportamientos. Incluso algunos de los que saltaron, cantaron, gritaron y vociferaron, puede que no compartan esos modelos en su día a día y los deploren internamente. Pero lo importante no es solo lo que pensemos, sino saber cuándo seremos capaces de romper, denunciar y actuar. Porque seguimos callando, como vergonzosamente lo hicieron los jugadores de fútbol respecto al maltrato, violencia y ofensas a sus compañeras de profesión, campeonas del mundo, o como diariamente lo hacemos todos ante la sucesión de actos de machismo, micromachismos, discriminación e incluso asesinatos de mujeres en los que nuestro silencio nos hace cómplices.

Ser capaces de renunciar a participar en esos grupos masculinos, de denunciar, de hablar alto y sin ambigüedades, de exteriorizar que no somos como ellos. No tener miedo a la manada, romper las cartas marcadas, y desterrar la idea de que solo esos valores nos acreditan como hombres. Porque existen múltiples y diversas formas de ser y expresarse como hombre, todas más dignas y respetuosas. Reconocernos en estas diversidades, identificarlas y empoderarlas es una tarea fundamental.