Pasan las décadas, las generaciones se van sucediendo y el mundo evoluciona a pasos agigantados. Ante este tablero, es inevitable sentirse como meros peones y testigos de los cambios que, paulatina o vertiginosamente, acontecen en nuestra sociedad, como si estuviésemos expuestos a negativos y diapositivas que se suceden sin cesar ante nuestros ojos.
Expuestos al vaivén de los cambios y giros de la vida, como si de un tiovivo se tratase. Testigos inexorables de las vueltas que da la vida o —quizás— es la vida la que gira, sin ton ni son, al compás de dichas vueltas, sin poder controlar todo cuanto acaece a nuestro alrededor. Convirtiéndonos así en simples marionetas movidas por los hilos invisibles de la injusticia, incertidumbre, y de un presente y futuro que se juega en una ruleta de azar, en la que los únicos privilegiados de llevarse el premio son aquellos que tienen poder adquisitivo para apostar.
Quizás, así es como observan los jóvenes la vida. Una vida que, para algunos, a veces se hace demasiado cuesta arriba. Depresión. Ansiedad. Miedo a estar siempre en el mismo lugar. Impotencia por querer conseguir aquello por lo que con tanto esfuerzo han luchado, y siguen luchando. Una batalla que, en muchas ocasiones, lidian contra ellos mismos, señalándose como los responsables de todo ello —cuando realmente no es así—, y poniendo en jaque su bienestar emocional. Hablamos pues de ese área tan olvidada por la salud pública. Y es que la sociedad en general no es plenamente consciente de la importancia que tiene la salud mental, es decir, el bienestar psíquico y emocional para los jóvenes.
Haciendo un breve inciso, la humanidad no es consciente de la cantidad de adolescentes y jóvenes que sufren en silencio y se sienten desamparados por la sanidad pública. Las cifras de suicidio en estas edades son alarmantes, como también lo es la interminable lista de espera para asistir a una consulta en la sección de psicología de un hospital cualquiera.
No obstante, vivimos en una sociedad en la que es más fácil echar balones fuera, y no asumir responsabilidades. Somos testigos de una sociedad que señala a los jóvenes, asignándoles de manera despectiva términos que, si analizamos con detenimiento nuestro entorno, no son adecuados.
Haciendo una exhaustiva radiografía a nuestra sociedad actual, en los últimos años se ha menospreciado a los jóvenes, denominándoles como la generación de cristal. Señores, los jóvenes, en general, no son frágiles, ni sensibles, ni están sobreprotegidos. Es cierto que vivimos en una sociedad avanzada con respecto a décadas atrás. Una sociedad dirigida por la globalización, las redes sociales y ciertas comodidades. No obstante, se critica a los jóvenes sin tener en cuenta que viven en una sociedad con grietas, en un mundo insostenible y caracterizado por la ambición, en el que, mayormente, reciben una educación obsoleta que nada tiene ver con las oportunidades laborales actuales.
Esta generación de cristal —como muchos le llaman— vive con el agua hasta el cuello, ha aprendido a convivir con la incertidumbre de su futuro, ha sufrido en sus propias carnes una pandemia mundial, varias crisis y numerosas guerras que – directa o indirectamente – han repercutido negativamente en su porvenir. Por ende, están sobreexpuestos a condiciones socioeconómicas y políticas muy complejas. Esta generación se enfrenta a los desafíos y exigencias de una sociedad que, en muchas ocasiones, ha normalizado maltratarle psicológicamente; una sociedad que le coarta, y se aprovecha de sus ganas de avanzar y promover cambios.
Posicionar a la generación Z como la generación de cristal es tratar a estos jóvenes como personas desprovistas de resiliencia, incapaces, y emocionalmente débiles. Es indiscutible que necesitamos más ejercicio de reflexión y empatía hacia una generación que – como cualquier otra – quiere luchar para salir adelante. Acompañarle, en vez de criticar. De eso se trata.