Generación Paola. Sexta parte

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Cuando la abogada más talentosa de mi generación se pone a pensar en voz alta a solas, los sermones vuelan. Es su amor por el refranero español, me temo… Posee una clarividencia descomunal. Amante de las artes, domina las letras en el idioma de Austen, y escribe mejor cuando se atreve a explorar los rincones más oscuros del ser humano. El dolor infligido a conciencia, el sadismo, la violencia, el crimen a sangre fría… Agatha Christie no sabe la alumna que se perdió. A menudo su talento la deja exhausta, en busca de historias de amor blanco y risas dulces. Por compensar.

La llamo Audrey, porque a elegancia no le gana nadie.

Hoy me invita a comer en su casa. Adora cocinar. Veo sobre la mesa del comedor una botella de vino blanco bien fría, sin la cual se sentiría incompleta. La descorcho y sirvo un par de copas -la suya mucho más larga que la mía-. “¿Qué te pasa?”, me pregunta al ver mi gesto, “esa es la cara que ponéis todas cuando andáis resolviendo dilemas”. Como generación que se conoce muy bien por dentro, apenas podemos disimular o guardar secretos. “¿De qué dudas?”, pregunta apurando el vino y sirviéndose otra copa. “De mí”, respondo… Y ella sabe lo que estoy diciendo. Potenciales inmensos que reciben indiferencia, con el tiempo pueden acabar creyendo que no valían tanto como creían. No es el caso, porque en nuestro talento creemos todas. Son otras virtudes las que se llevan a examen. ¿Es que no soy suficientemente buena para…? “Calla”, me ordena Audrey. “Ni se te ocurra”, me advierte, dejando la copa en la mesa y gesticulando con una mano. Es entonces cuando sale la abogada defensora y derriba todos los malos recursos que puedan venir de fuera.

La inseguridad. La inseguridad del hombre joven que, con o sin traumas, desarrolla el complejo o los complejos que sean, y que se convence a sí mismo de que una mujer como cualquiera de nosotras jamás -y digo jamás- querría estar con alguien como él. No es, necesariamente, un hombre acomplejado, no tiene por qué ser obvio, funciona incluso en casos muy sutiles. Convencido de que sus aspiraciones deben limitarse, este hombre busca relacionarse con mujeres más accesibles. Estas mujeres, que no destacan de manera particular, desarrollan una personalidad dominante. Son más accesibles, aunque tienen la desventaja de que te atraparán como las pinzas de un cangrejo, porque nunca saben cuándo encontrarán a otro tipo dispuesto a llegar con ellas a donde, de momento, has llegado tú. Son las sargentas, las que parecen niñas buenas y risueñas hasta que no se hace lo que ellas digan -tampoco ha de ser este dibujo algo grotesco, puede ser muy sutil, aunque certero-.

Escuchando con atención esta teoría, me encojo de hombros al final y dejo mi copa vacía en la mesa. No quiero más vino. “Todo eso tiene sentido”, le concedo, “y siempre acaba igual”. Ella asiente “Nunca acaba. Él siempre buscará una amante, se atreva o no a tenerla, y ella siempre se hará la sueca, primero porque tiene pánico a quedarse sola y segundo porque se siente el doble de dominante ejerciendo la venganza emocional”. En mi cara un gesto de no entender a qué se refiere. Audrey sonríe. “Sí, no es más que aprovechar el sentimiento de culpabilidad del otro para que te tengan como una marquesa todo el día. Muy práctico”. Asiento; lo que es marcarse un Hilary o un Ruiz de la Prada.

Tiene razón. Una vez tuve una amiga a la que adoraba y a la que deje de querer tanto cuando comprobé que era justo de ese tipo de personas. Mujer dominante, acomplejada, ciega ante lo evidente e inquisidora emocional. No creo que sea feliz, pero su relación, minada de fisuras, es una cárcel bien construida para su estúpido siervo.

“Elemental”, dice Audrey, que conoce el caso “Aunque aquel era un hombre muy pusilánime. Apuesto a que el octavo pasajero de Paola es alguien excepcional. Apuesto a que el hombre que merece tu atención es excepcional… Pero, al fin y al cabo, subestiman su propia capacidad de seducción y sólo se dan cuenta de que se equivocaron cuando ya es tarde. Casado, con hijos, puesto de trabajo de sus sueños, vida encarrilada… Os suena a todas. Entonces se cruza con una de vosotras y ni siquiera es capaz de callarse los halagos, inicia un cortejo que espera infructuoso, se limita a fantasear; ni se imagina que vais a ceder. Y entonces cedéis. No puede creer su suerte, y no sabe cómo manejar sus emociones, que se desbordan. Pero no olvidemos la comodidad de la pareja estable, los hijos, el trabajo y la vida familiar. No lo subestimes, que por norma es más fuerte que cualquiera de vosotras. Por eso sufrís tanto. Amáis porque han ido a seduciros, y cuando han visto que pedíais que os dieran la mano no han sabido qué otra cosa hacer que dejaros caer. Es simplemente poner todo lo demás por delante… Ya podrían haberlo pensado desde el principio”.

Me quedo en silencio. Siempre me hizo feliz que me buscaras, no querría que hubiese sido de ninguna otra manera. Pero sí, te pido que me des la mano y…

“Es tan irónico…”, murmura Audrey, con la mirada perdida, “Ahora que Paola no quiere ver ni saber nada de ese hombre, ahora que sólo quiere volcarlo todo en su creatividad, resulta que se está convirtiendo en una artista rica y famosa”. Entonces, la escritora de la oscuridad que hay en ella termina la reflexión. “Me pregunto qué sentirá ese hombre viendo pasar la vida, arrepintiéndose de no jugársela por ella, sabiendo que todos morimos y que tendrá que justificarse a sí mismo tanta…”, se queda sin palabras, y trato de ayudarla “¿Cobardía?”. Ella me mira con seriedad, y entona con sarcasmo “Mediocridad. Esa falta de pasión… ¿Sabes que los ingleses usan la misma palabra para nombrar las entrañas, el instinto y la valentía? Todo está conectado”.

Se termina la copa de vino, y se sirve otra. Revisa el fuego y echa más sal. “Es normal que estén con mujeres poco impresionantes, ¿de dónde te crees que viene el refrán ‘La suerte de la fea, la guapa la desea’? Ni que fueseis las primeras…”. Yo sonrío, sin convencerla. “Estás en una balanza muy desequilibrada. Es la cruda realidad, y podría pasarle a cualquiera, pero a ti no. A ti no te pega nada… Tú eres una Catherine Tramell, no una Sandra Dee. ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha pasado?”

Estoy distraída, buscándote y encontrándote, mientras mi abogada me dedica su filípica. Estás precioso… Hacía días que no te veía. “Lo sé. No me pega nada”, admito, sin quitarte mi mirada y dejando brotar mi sonrisa. Audrey se queda de piedra, mirándome adorarte. “Dios mío, es peor de lo que imaginaba”, murmura, tirando la botella vacía a la basura.

 

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