El pasado miércoles se cumplieron tres años del fallecimiento de Gregorio Sánchez, al que todos conocemos como Chiquito de la Calzada. Ya cuando falleció tuve la impresión de que, pese a los numerosos homenajes que recibió, nunca tuvo el reconocimiento que habría merecido. Y, por eso, me propongo analizar con seriedad el humor de Chiquito de la Calzada para, en definitiva, ponerlo en valor. Al ataquerl.
El humor de Chiquito de la Calzada era surrealista, en el sentido más artístico de la palabra. El contenido de sus chistes importaba entre poco o nada, y la clave se encontraba en trasladar la cotidianidad de lo que contaba a través de un tamiz totalmente personal marcado por el absurdo y el ingenio: invenciones de palabras, deformaciones de onomatopeyas, comparaciones tremendamente ingeniosas, pronunciaciones alteradas, movimientos estrambóticos constantes, y una marca personal completamente personal —valga la redundancia—.
Si lo analizamos con frialdad, el humor de Chiquito de la Calzada estaba más cerca del surrealismo de los Monty Python que del humor que allá por los años 90 dominaba la televisión en España. Y, sin embargo, a Chiquito lo sentíamos como algo más nuestro, como una apropiación española de ese humor absurdo que admiramos en el extranjero, pero que, pasado por el filtro de nuestra propia idiosincrasia, ha sido muchas veces percibido como casposo. No descubro nada si digo que España siempre ha sido muy de infravalorar a sus ídolos.
En su estilo teníamos comparaciones ingeniosas y punzantes, muchas de las cuales han pasado al acervo popular: “Trabajaba menos que el sastre de Tarzán”, “En vez del graduado escolar, tenía una etiqueta de Anís del Mono”, “Era más feo que el Fary comiendo limones”, “Era más lento que un accidente de caracoles”, etc. Teníamos también todo tipo de expresiones y términos que deformaban o resemantizaban otros ya existentes o eran directamente inventados: “jarl”, “hasta luego, Lucas”, “por la gloria de mi madre”, “cuidadín”, “fistro pecador”, “no puedorl”, “al ataquerl”, “¿te da cuén?”, “guarrerida española”, “pecador de la pradera”, “torpedorl”, “¿cómorl?”, “a güan, a peich, a gromenagüer”, “la caidita de Roma”, etc. Teníamos ante nosotros un universo propio que nos resultaba tremendamente cotidiano y, a la vez, extraño y surreal.
Y es que, digámoslo claro y a lo grande, Chiquito de la Calzada pudo fácilmente traer la más rápida implantación de nuevos términos y expresiones en nuestro idioma desde el descubrimiento de América. ¡Ahí es nada! Y lo hizo sin despeinarse —y no solo por la gomina con la que adornaba los cabellos que rodeaban su calva— ni darse aires de estrella.
Hace unos días me sentí muy viejo al leer a gente más joven (sí, al parecer hay gente incluso más joven que yo) sorprendiéndose al descubrir el origen de la expresión “aceptamos pulpo como animal de compañía” en un antiguo anuncio de Scattergories. Y en ese mismo sentido, no me cuesta imaginar que, dentro de cien años, la gente seguirá utilizando estos términos y expresiones sin saber de dónde vienen ni que una vez existió un señor calvo —pero engominado— con camisas estrambóticas y movimientos y sonidos inexplicables que acabó dejando una huella mayor que la que cualquiera de los que alguna vez lo consideraron casposo dejarán jamás en nuestra sociedad. Y el que no haya dicho nunca “jarl”, que tire la primera piedra (y se le seque la hierbabuena).