Estoy sentado delante de un ordenador rodeado de papeles, trabajo y aburrimiento, con la única compañía de mi gata enroscada sobre la mesa entre mi cuerpo y el teclado —usando mi muñeca como almohada—. Ese es mi panorama casi constante desde hace algo más de 15 días, los que dura el encierro por este maldito virus que nos ha puesto la vida del revés. Y, cuando acabe de escribir esta columna, me apetecerá ver una película, algo que me haga compañía y me haga sentir bien. Y este es uno de los cambios más singulares que ha operado el coronavirus en el ámbito de la cultura. Hace solo unos días, la desesperanza cotizaba alto en Hollywood. Si una película quería ser considerada como “buena” tenía que acabar de manera deprimente. En este mundo cínico y descreído, tanto directores como público venían considerando que los finales tristes o duros elevaban una película. Si, al encender las luces del cine, el público estaba atenazado en su butaca y con cierta inclinación al suicidio, punto positivo para la película.
Pero, claro, en tiempos difíciles, lo último que queremos es cinismo. Queremos que alguien nos diga que todo va a salir bien, que hay esperanza, que hay algo más allá de este silencio atronador que resuena hoy en nuestras plazas y calles. Y entonces elevamos el valor de que 12 hombres sin piedad nos muestren que puede existir la justicia, de que Le Havre nos revele que todo un pueblo puede ser solidario, de que Erin Brockovich nos haga ver que David es capaz de vencer a Goliat, de que El show de Truman nos pruebe en directo que es factible tomar el control de nuestro propio destino, o de que los protagonistas de una Cadena perpetua nos demuestren que, después del calvario, puede estar el sol y la arena de la playa. Y entonces agradecemos al ángel de la guarda Clarence por mostrarle a George Bailey cómo sería su ciudad si él nunca hubiera existido, y lloramos con la ayuda de sus familiares y amigos y, qué demonios, nos decimos a nosotros mismos: ¡Qué bello es vivir!
El lector estará pensando: otra mente anodina a darnos una lección de pensamiento positivo. Y no. Me cuesta reconocerlo, pero, si bien los ojos me siguen brillando cuando algo me hace ilusión, la vida me ha ido haciendo más cínico y menos proclive al optimismo. Pero es que los críticos nos han vendido que los happy endings son algo rancio, falto de realismo e ideológicamente conservador. Y no lo creo. Creo que contarle a la gente que, hagas lo que hagas, todo va a acabar mal puede ser una sencilla manera de arrebatarle las ganas de intentarlo. Y que contarle que hay una posibilidad, quizá remota, de que salga bien puede ser la gasolina para dar la batalla. Creo, en definitiva, que el happy ending tiene un potencial revolucionario. Y puede que sea un estímulo falso, y puede que convierta los relatos en cuentos de hadas. Pero no olvidemos, como decía Oscar Wilde, que la vida imita al arte mucho más de lo que el arte imita a la vida. Así que dejemos que la vida imite los happy endings, que quizá este mundo nuestro llegue a ser algo más respirable.
Y, si no, al menos saltaremos mejor las vallas de esta carrera de obstáculos que en ocasiones es la vida. Decía Gene Kelly —uno de mis antidepresivos favoritos, junto con Fred Astaire—: “si puedo hacerte sonreír por saltar sobre un par de sofás o correr durante una tormenta, entonces estaré muy contento de ser un actor de musicales”. Porque sí, también hay que reivindicar la alegría y todos esos valores “bonitos” que no está demasiado de moda reivindicar. Y con más razón hacerlo en tiempos aciagos.
Y, por eso, cuando estos días veo a los vecinos aplaudiendo por la ventana, a multitud de personas entregándose en intentar ayudar a otras y, en general, ese sentimiento de comunidad que estos días parece impregnarnos y hasta almibararnos, tiendo a olvidar a los idiotas que solo intentan obtener rédito político de esta situación, a los repugnantes seres capaces de arrojar piedras contra un autobús de ancianos, y a todo aquello que existe y me hastía. Y pienso que vamos a tener un happy ending y que, a lo mejor, hasta salimos siendo mejores, como el protagonista de Atrapado en el tiempo tras unos cuantos días de la marmota como estos que, ay, nos ha tocado vivir.
Porque, sí, es cuestión de tiempo. Venceremos.