Sostienen, quienes saben mucho de terremotos, que la causa de los movimientos sísmicos es la liberación de la energía que se ha acumulado en la corteza terrestre a consecuencia de actividades volcánicas y tectónicas. Erupciones y pequeños desplazamientos que se originan, principalmente, en los bordes de la placa.
Igual que las actividades volcánicas y tectónicas, hay dos cuestiones que atraviesan constantemente la historia (corteza) de España en la edad contemporánea. Son recurrentes, aparecen y desaparecen, se intensifican y se atenúan. Y a veces acumulan tal exceso de energía que se produce el terremoto. Y los terremotos suelen tener consecuencias dramáticas.
Se trata de la desigualdad y la cuestión territorial. No sabría distinguir cuál es la volcánica y cual la tectónica. Pero las dos están en el origen de las revoluciones liberales primero y democráticas después. Ambas subyacen en la turbulenta historia del constitucionalismo hispano: 7 Constituciones en poco más de 150 años y eso sin contar el Estatuto Real (1834), la ‘non nata’ (1856), el proyecto de la I República (1873) y las leyes fundamentales del reino del franquismo. Once intentos (la suma es política, no académica) diferentes de resolver las causas de los terremotos sociales que han tenido lugar en los últimos 200 años.
Cuando se elaboraba la actual Constitución (1978), las y los andaluces entendieron antes y mejor que nadie la relación entre ambas cuestiones. Y en el borde sur de la placa mesetaria, bajando Despeñaperros, se acumuló tal cantidad de energía que las ondas provocaron un terremoto de alta magnitud en Madrid. Y el Estado de las autonomías fue la solución que liberó la energía suficiente para mantener la convivencia en el viejo solar hispano.
Durante estos 40 años se han seguido produciendo actividades volcánicas y tectónicas en los límites de la placa. Con mayor intensidad en los últimos tiempos, en el borde noreste. Y ahora estamos de nuevo al borde de un terremoto.
Como nos alarma más lo visible que lo subterráneo, la derecha no atiende a la desigualdad porque le restaría beneficios y hace el discurso de la libertad: somos libres, que cada uno se busque la vida como pueda. Considera que la actividad volcánica es el debate territorial. Y el remedio que proponen es centralismo uniformador bajo la ley, confundiendo el estado de derecho con el estado democrático.
La izquierda, por el contrario, entiende que la desigualdad es el volcán en erupción y, por tanto, el problema prioritario ya que la libertad es imprescindible pero no basta para el bien vivir. El debate territorial, para la izquierda, es un movimiento tectónico en el borde de la placa al que no le encuentra solución.
Y en esas estamos: acumulando energía con el calendario del juicio a los independentistas catalanes, con el calendario de los PGE, con el calendario electoral de mayo. Acumulando errores por este gobierno que creía ser ‘bonito’. Acumulando ira con el embrutecimiento del clima político, con las palabras gruesas, el histrionismo y el oportunismo de quienes quieren derribar al gobierno.
El terremoto parece inevitable.
Y en esta hora difícil, al sur de Despeñaperros hay un páramo en el que serán felices los herederos de más de un millón de euros porque no tendrán que pagar impuestos por su herencia.
Las y los desheredados deberíamos entender y explicar a otros que para conectar de nuevo la desigualdad y la cuestión territorial y buscar una solución que mantenga la convivencia y el equilibrio tenemos, al menos, una idea. Una idea antigua que habría que actualizar. Una idea democrática que nace del pacto. Una idea social que corrija las desigualdades. Federalismo se llama.
¿Hay alguien ahí?