El crimen de Francisco José [Paquito] Reyes resucitó en Sevilla la impunidad del caso ‘Los Galindos’. Nadie sabe quién mató al menor en un barrio que aún espera respuestas. Y han pasado casi 40 años.
La tarde del domingo 28 de octubre en 1984, Paquito, de 4 años, jugaba con sus amiguitos en los alrededores de la parroquia de su barrio. No regresó a casa para la cena. La ausencia del menor corrió como la pólvora en Torreblanca una noche que lloviznaba. Una noche oscura y cerrada. Una noche que mascaba lo más oscuro.
La búsqueda del menor unió a los vecinos para encontrarle ante la desesperación de sus padres, vendedores ambulantes, y sus seis hermanos. Una familia modesta y trabajadora estaba rota porque faltaba uno de los suyos. Muy pocas horas después de su ausencia, apareció el cadáver del menor entre basuras. Estaba dentro de un saco, en una caseta de Sevillana de Electricidad (hoy Endesa) abandonada a las afueras del barrio.
Llamativamente, el lugar fue visitado -por batidas vecinales- horas antes de aparecer el cuerpo sin vida del infortunado Paquito. Sus restos estaban calcinados, maniatado a la espalda y con una soga al cuello. Tenía evidentes signos de abuso sexual aunque la violación no se pudo confirmar por el secretismo que siempre imperó sobre el caso.
Antes de ordenar el juez el levantamiento del cadáver un equipo del entonces Gabinete Regional de Identificación (hoy Policía Científica) hizo la preceptiva inspección ocular. El tejido del saco donde se ocultó a Paquito estaba muy repartido en el barrio de las afueras sevillanas, como veremos.
El informe preliminar de la policía destacaba que, en las paredes de la caseta, había pintados símbolos fálicos de la mitología griega. También, que se esparcían restos de publicaciones pornográficas y basura que ‘a sabiendas’ taparon el saco con el cadáver. Este habría sido ’puesto’ por quien lo condujera hasta allí, que conocía bien el lugar. La caseta fue derruida -sin autorización judicial- incomprensiblemente días después de ser precintada por la policía. Esta es una de las primeras interrogantes que nadie aclaró. ¿Quién ‘ordenó’ derribar el escenario donde apareció el cuerpo inerte de Paquito?
La rabia, la homilía, las incógnitas...
La indignación por el triste final de Paquito y las circunstancias de su muerte tensionó a un barrio con ganas de vengar tan atroz crimen. Un féretro pequeño, blanco y rodeado de coronas de flores condujo al niño en su último viaje. Pocos en Torreblanca olvidan aquel martes 30 de octubre. Congregó a miles de personas para darle el último adiós a un inocente de la barbarie pederasta. Esta era la firma, la terrible rúbrica, de quien perpetró el asesinato. Las lágrimas y el dolor acompañaron a un barrio que era una sola familia entonces. Torreblanca lloraba a un vecino que nunca hizo el mal.
La parroquia estaba atestada. Vecinos, curiosos, periodistas y policías infiltrados entre la concurrencia. La teoría criminalística pronostica que el asesino siempre anda cerca de su víctima; ese era el guion que justificaba una discreta presencia policial. La homilía del oficiante incluía frases singulares: "Paquito no ha sufrido al morir" y "…Dios lo reconfortará…". Tales afirmaciones cruzaron las miradas de algunos descreídos terrenales de lo divino. Algo raro sucedía, estaba sucediendo, en Torreblanca….
Tras enterrarse al menor, la tranquilidad en el barrio era un imposible. Había un problema de orden público al desatarse toda clase de rumores, calumnias y ‘vendettas’ privadas. Casi doscientos policías y guardias civiles se acantonaron en las esquinas del barrio ante algunos incidentes violentos registrados. La rabia por la vil muerte de menor fue el detonante.
La detención, días después, de un vagabundo homosexual que frecuentaba el barrio desató la ira más homófoba e insensata. Se disipó todo al ser puesto en libertad tras concretarse las sólidas coartadas del detenido. Varios testigos las corroboraron. Torreblanca, aquellos días, abría informativos dentro y fuera de España. Aquel caso conmocionó a una sociedad no acostumbrada al peor de los crímenes que se cebó en un niño ajeno a la maldad de adultos que le llevó a la tumba a un menor.
Las furgonetas policiales fueron el señuelo para numerosos agentes encubiertos que seguían los pasos de quienes frecuentaban la parroquia, regentada por los jesuitas. Un viejo Renault-4 destartalado era uno de los objetivos investigadores, más la identidad de sus usuarios. Muchas más incógnitas se fueron acumulando entre las primeras diligencias investigadoras. No se descartó ninguna línea que diera con algo sustantivo.
Las impulsivas llamadas desde el teléfono parroquial, la noche en la que desapareció Paquito, al Gobierno Civil demandando un helicóptero que facilitara la búsqueda no ‘cuadraba’ sobre otras incongruencias que se alojaban en un lugar donde se ayudaba mucho más de lo que se pedía. Los jesuitas están, y estarán, en Torreblanca al lado de los más vulnerables. Guste o no, esta es la realidad de una orden religiosa comprometida con los más desfavorecidos.
Tres sacerdotes detenidos
El 21 de noviembre llegaron, entrada la noche y sigilosamente hasta la parroquia de Torreblanca, numerosos vehículos y furgones policiales ‘camuflados’. Esgrimían una orden judicial de detención para tres sacerdotes y la incautación de sus pertenencias. Una grúa se llevó el ‘Renault 4’ en cuyo interior apareció -a posteriori- el mismo yute del saco que envolvía el cuerpo de Paquito. La detención distinguió un trato exquisito a los sacerdotes detenidos por orden judicial. Los policías fueron instruidos a priori.
El ‘escándalo’ estaba servido. La Sevilla más rancia y retrógrada tuvo aperitivo rasgándose las vestiduras. Se vinculaba, nada menos que a tres jesuitas, con un crimen de posible sello pederasta, ritual o sectario. Si ya la capital de la Giralda centró noticias cuando apareció el cuerpo de Paquito, la detención de tres sacerdotes fue el detonante del morbo, difamaciones, mentiras y una tensión medioambiental que sólo el tiempo disipó. Seguían las incógnitas. Y la rumorología funcionaba a toda máquina.
Los jesuitas Juan Francisco Naranjo y Luis Aparicio fueron liberados pocas horas de ser detenidos. Pero Cristian Briales Shaw, el que tenía mejor reputación de cuantos servían a los demás en Torreblanca, quedó detenido tres días ante las incongruencias que vertió ante sus interrogadores.
La Plaza de la Gavidia, donde entonces se ubicaba la Jefatura de Policía en Sevilla, era un hervidero para cientos de vecinos, periodistas y quienes consideraban que la policía era aliada de un PSOE anticlerical recién llegado al poder. Felipe González había aterrizado en La Moncloa pocos meses antes.
Briales, además de sacerdote con formación teológica, era ingeniero y licenciado en Humanidades. Sus contradicciones las trufaba con un repetitivo ‘sólo dios lo sabe’ cuando le cuestionaban quién mató al menor que le llevó a los calabozos. Cuando se encontraba cercado por depuradas técnicas de interrogatorio pedía leer la Biblia o le echaba la culpa al demonio de tan atroz muerte. Expertos en interrogar detenidos acabaron desesperados ante la imprevisible tozudez de Briales. Su hablar pausado ceñía un lenguaje canónico que chocaba con leyes terrenales que castigan los delitos a los humanos. El Código Penal está para tal empeño.
El yute del saco que envolvió a Paquito fue importado desde Canarias, donde Briales ejerció su labor pastoral años atrás. El juez de guardia, al transcurrir el plazo de detención, decretó su puesta en libertad. La presión en juzgados era insoportable en una Sevilla que, según escribió Santa Teresa a sus monjas castellanas siglos atrás ‘es la tierra de la Virgen donde habita el diablo’.
Una leyenda del caso da por firmada una orden de ingreso en prisión en contra de Briales. Pero jamás vio la luz dicho documento, pues además no consta en el sumario del caso. Otra leyenda revolotea sobre una repentina enfermedad que dictaminó un médico amigo del juez de guardia que no quería ‘comerse un marrón’. Lo contrario era enfrentarse contra un rotundo y poderoso bloque que construyeron en su favor los jesuitas en la Sevilla más provinciana y que usó una metodología reprobable en su defensa.
El sonrojo, injusticias y archivo
La liberación de Briales regaló portadas a la prensa más conservadora. Tildó de ‘planchazo policial’ el operativo que llevó a calabozos a los tres jesuitas. Intolerantes infamias sobre el Gobernador Alfonso Garrido Ávila y el Jefe de Policía, Comisario Blanco Benítez, ocuparon portadas, abría informativos de radio o TV días y días.
Hablamos de dos servidores públicos que sólo hicieron su trabajo lo mejor que pudieron cumpliendo órdenes judiciales. Blanco era un ferviente católico de ideas conservadoras; fue el único Director General de la Policía que dimitió ante falsas acusaciones a subordinados sobre torturas a un etarra. Su temple ante las infamias que recibía hizo fuerte a un curtido policía por encima del ‘politiqueo’. Garrido era un recién llegado a la política que aguantó el tipo ante un enemigo crecido que emitía dogmas.
Pintadas clamando venganza contra los anticlericales y noticias basadas en que ‘un jesuita es imposible que haga tal barbaridad’ siguieron con una matraca que, hábilmente, descalifica el trabajo policial. Sólo si apuntaba hacia los sacerdotes que fueron detenidos.
La ‘Sevilla eterna’, y sus escritores no faltaron, brilló con loas a Briales como si fuera un mártir del marxismo laico que se hizo ver encarnaban los socialistas recién llegados al poder. La ‘campaña’ la colmató el entonces Obispo Carlos Amigo Vallejo recibiendo en el Palacio de la Plaza Virgen de los Reyes, con luz y taquígrafos, a los ex detenidos pocas horas después de su liberación. El recién llegado franciscano de Tánger tuvo mal consejo en una iniciativa de apoyo. Más adecuado parecía hacerlo con la misma discreción con que detuvo la policía a los tres jesuitas.
Investiga el ‘supergrupo’
Enfriado el ya famoso ‘caso Torreblanca’ la policía creó el llamado ‘supergrupo’. El Comisario Blanco destinó allí a sus mejores investigadores. Recabaron ayuda del Scotland Yard y FBI norteamericano. El sigiloso trabajo hizo que, una vez jubilado, Blanco admitiera con sorna al firmante que este caso "estaba resuelto policialmente", aunque a Paquito nadie lo mató oficialmente. No negó Blanco una entrevista personal con Briales en los calabozos de la Gavidia. Ahí se prometieron un respeto que el jesuita no retornó al viejo policía. Acusó al demonio, a la prensa y al poder de unos males que le ‘calumniaban’. Se presintió en vida culpable.
Mientras, al ‘supergrupo’ llegan anónimos con pistas falsas para despistar a curtidos policías. Briales, de su parte, visita uno por uno a periodistas que difunden lo que a él no le gusta. Les replica, con escasa humildad, como ‘experto’ de un caso donde parecía abogado de parte. Tan singular proceder no le quitó más veces la libertad. Jamás negó que, en los calabozos, los tres sacerdotes se confiesan entre sí compartiendo, presuntamente, la identidad del asesino de Paquito. Nos preguntamos: ¿Fue alguno de ellos?. La Justicia dictaminó, como veremos, que no. Más incógnitas se suman a un sumario que tiene vaivenes, carencias y demasiadas incógnitas.
‘Carpetazo’ e interrogantes
En octubre de 1989, justo cinco años después de aparecer sin vida Paquito, el sumario judicial por su muerte se archiva ‘al no hallarse autor conocido’. El abogado de la familia, Jose Antonio Santamaría, fue perezoso pidiendo diligencias que esclarecieran la identidad del autor del asesinato. Su experiencia como laboralista a lo mejor nubló su escasa actividad para aclarar una muerte que tuvo autoría. Santamaría, sin embargo, insistió a sus patrocinados que no hablaran con la prensa. Ni con nadie que pudiera comprometer una defensa que pareció vacua al entender entre penalistas consultados. Las actuaciones ‘de oficio’, policiales y judiciales, fueron más ágiles.
Hubo movimientos de la cúpula jesuita, diplomacia vaticana y otros poderosos que aplaudieron como triunfo un archivo que tardó años porque ‘así tenía que ser’ en un dogma imperante décadas atrás aunque ahora se antoja impensable. Todos los que participaron en la investigación del caso fueron ‘tocados’ por la importancia del caso penal que analizaban.
Un dato llamativo fueron las visitas de un dirigente jesuita a las dependencias del Instituto Anatómico y de Toxicología interesándose por el resultado de las pesquisas que allí se desarrollaron sobre enseres de los sacerdotes y fluidos del difunto.
Los forenses del Anatómico tuvieron que pedirle –amablemente- a este sacerdote, que usaba lenguaje subyugante, que no les pidiera más veces ropa de abrigo incautada a los sacerdotes al efecto de paliar el frío que decía pasaban sus compañeros tras ser liberados. La ropa de los sacerdotes se analizaba allí por orden judicial y estaba bajo custodia integrando un acta que suscribió un fedatario del Juez. No podía ser removida.
Crónica de un crimen archivado
El domingo 8 de julio, en 1990, El Correo de Andalucía publica un capítulo de la serie Criminología, pionera de la prensa diaria española, centrada en el ‘Caso Torreblanca’. Su autor, quien suscribe, perfiló en el recuadro que da título al epígrafe las incógnitas que no despejó el ‘carpetazo’ del caso.
Ese mismo día el padre Briales vuela desde Canarias a Sevilla. Alguien le había leído el artículo desde la capital de la Giralda. Su propósito exclusivo, el de Briales, fue entrevistarse con tan humilde servidor. Preguntó en la guardia de la redacción del periódico y alguien le da unas señas. Acaba, el lunes, abordando -oculto tras un casco integral de moto- en el pasillo del acceso de su despacho profesional a este escribidor.
Nervioso, sin cita y presidido por la soberbia, pregunta y pregunta por las fuentes informativas del artículo publicado. La obvia negativa repreguntó por la autoría del crimen de Paquito. Y cacareó, balbuceando, una respuesta el jesuita: "El diablo". Añadió que el demonio escribió una calumnia sobre la que desechó reclamación alguna, acaso por la veracidad que entrañaba.
Tan descarado diálogo de besugos no modificó en nada lo publicado. Jamás replicó por escrito Briales lo que consideraba hostil, sólo preguntaba de dónde había salido la información o intimidaba con llamadas o visitas. Se calcula que se entrevistó y llamó a decenas de informadores, policías, empleados judiciales y un largo etcétera que le hizo peregrino sin norte de su causa. De un caso del que nadie le acusó nunca de nada.
El Padre Briales protagonizó un cuestionable papel sobre la defensa de su inocencia, innecesaria y constatada judicialmente. Muchos le recordamos que el demonio tiene tanta tarea en el infierno como para matar un niño en Sevilla. De ‘ridículos’ sin más tachó Briales -en la serie de Canal Sur TV 'Malas Artes’- que se difundió en junio de 1991 a quienes le ligaran a la muerte de Paquito. Lo malpensados repiten -para sus adentros- la máxima romana: ‘Excusatio non petita, acusatio manifiesta’. Proclamar donde haga falta que él no fue, repetir que fue el diablo y descalificar a tantos por nada no entraña lógica en una persona inteligente, ilustrada y muy culta.
En abril de 1999 falleció el padre Briales sin que se aclarara la muerte de Paquito. Pocos meses después falleció el Comisario Blanco, cuyo único ‘planchazo’ fue dedicar su vida profesional a su estricta vocación policial. La que le escaló desde destinos inferiores hasta la Dirección General del cuerpo.
Los jesuitas detenidos junto a Briales los destinaron en diferentes puntos de la geografía patria, aunque regresaron a Torreblanca. Siguieron su labor docente y de apostolado muy cerca de jóvenes y niños necesitados de ayuda. Ese es su espíritu de servicio en los cinco continentes.
Un reputado periodista y escritor, Mariano Sánchez Soler, basó en el ‘Caso Torreblanca’ una novela que intentó construir sobre sus reportajes en Tiempo e Interviú, publicaciones del -desaparecido- Grupo Zeta. Un duende alejó el texto de la imprenta. El ‘Caso Torreblanca’ da escalofríos a quien se le acerca. El escritor, al parecer, dejó el empeño de la novela porque –acaso- la verdad no debe notarse demasiado en un asunto donde las mentiras y presiones de todo tipo hicieron de las suyas. Pero este caso criminal lo ha resucitado en su última obra Hojarasca de cadáveres (Al Revés editorial, 2023). Ahí concede un capítulo a este crimen impune en el contexto de una densa y laureada trayectoria de narrador de sucesos.
Habla el ‘Papa’ jesuita, ¿hablará el Vaticano?
En 2003 los jesuitas de todos los rincones del mundo se congregaron en Loyola, cuna de la Compañía de Jesús. Su líder mundial, el alemán Hans-Peter Kölvenbach dijo, ante un atónito y entregado auditorio, que pedía perdón por "...los escándalos sexuales que hemos protagonizado...". Añadió que debe aceptarse [a la Compañía de Jesús] "con sus luces y sombras, fuerzas y debilidades, su empuje apostólico y sus frenos…".
Con tan valiente testimonio del considerado ‘Papa Negro’ por su poder Vaticano en tiempos de influencia conservadora del Papa Juan Pablo IIº (1978-2005) la rama jesuita parecía tener más savia nutritiva que el dogma teológico entonces impuesto. El pontífice polaco tapó -acaso porque no se lo hicieron saber o fue engañado- el abuso sexual de clérigos y dirigentes eclesiales, laminó la Teología de la Liberación y ‘apartó’ -más tarde que temprano- al abusador Padre Maciel, fundador de Legionarios de Cristo.
En 2024, a 40 años de impunidad sobre el crimen de Paquito Reyes son imperiosas más preguntas que pedir perdón genéricamente por abusos que no concretan ni tienen sentencia. Al jesuita Papa Francisco, tan valiente como Kölvenbach -sucesor del inolvidable Padre Arrupe-, que habla nuestro idioma, debemos preguntarle que le cuestione al demonio o a quien sea: ¿Quién mató a Paquito?
Las leyes españolas dan por prescritos, es decir son inimputables, los delitos trascurridos veinte años. El ‘Caso Torreblanca’ caducó penalmente en 2004. Ese año -en octubre-, el firmante publicó el libro Confidencias de un detective (Editorial La Esfera, 2004) e incluyó un capítulo dedicado a este triste asunto que tiene asesino, o asesinos, y víctima (Páginas 329-345).
La justicia canónica no ha juzgado el crimen de un menor inocente e indefenso tras el carpetazo de la ley. Torreblanca, ese barrio que salió a la calle para buscarlo y rezó por su alma, merece más respuestas que acusar al diablo de las maldades humanas. Una última pregunta: ¿el secreto de confesión protege al peor asesino? Respuesta retórica: Lo sabremos en otra vida. Esta –parece- es corta y frenética.