Sé que voy a morir. Y ahora que sobrepasé la sesentena se que está más cerca. Por eso no tengo tiempo de ser de plástico y mantener una existencia moldeada por insulsos guiones que pretenden proyectar una imagen plausible. Ya no hay look. Pero no se asusten, que se sepa no padezco ninguna enfermedad que de forma inminente me lleve al otro lado de la laguna Estigia. Ahora se que soy con mis imperfecciones y que, quizás, estas me definan mejor que mis escasas virtudes, que algunas hay. Hay que abrazar la vida para ser auténtico, aunque mi autenticidad me lleve al error. Nadie es perfecto.
Desde que nací había un plan y no era el mío. Me mantuve libre mientras no me comprometí. Entiéndase bien, libre dentro de las escasas posibilidades que tenía a mi alcance y que eran pocas. Pero cuando comencé a comprometerme esas posibilidades se vieron reducidas a la mínima expresión. Había que cumplir.
Y me convertí en el hombre asalariado que acudía a su trabajo, pagaba su hipoteca e intentaba dar cariño y una buena educación a su hija. Como la mayoría aspiraba cumplir con lo que se esperaba. Con lo comprometido. Pero si lo pienso un momento, y a pesar de los múltiples sujetos y las múltiples diferencias, en lo esencial, somos demasiados, la gran mayoría, los que vivimos una existencia desmedidamente parecida.
Decía que había un plan y no era el mío, no era el nuestro, y sin embargo, me esforcé, nos esforzamos, en cumplirlo lo mejor posible. Como si nuestra existencia hubiera partido de una estación y en los rieles por los que transitábamos no hubiera apenas posibilidad de un cambio de agujas, una inversión del sentido o un descarrilamiento intencionado que restaran grisura a nuestro devenir sin convertirnos en unos apestados.
Y cuando pienso en estas cosas me acuerdo de un filósofo francés al que leí algo sobre la “ilusión de la libertad”, y sostenía que creíamos ser libres cuando no hacíamos otra cosa que cumplir con lo que se esperaba de nosotros, que solo cumplíamos con el rol que nos había sido asignado. Quizás Althusser, que así se llamaba el filósofo, con su concepto de “interpelación”, tuviera algo de razón en esto.
Y he comenzado hablando de la muerte a propósito, porque nos pasamos la vida negándola, negando a los que nos la recuerdan, escondiendo esa íntima angustia por la última cita. Y vivimos como si fuera algo que sucede a los demás, pero que no tiene nada que ver con nosotros. Ocupados en estar a la última, sometidos a la publicidad y pendientes de lo que se dice, escondidos en el anonimato de una masa alejada de lo que de verdad importa. Un poco de Heidegger nunca viene mal.
Pero aún hay más y más hondo. ¿Podemos afirmar que la realidad sea real o quizás una ficción autocreada o incluso construida por otros? Nadie duda de lo cierto de nuestros pesares y alegrías cotidianas. Ni tampoco de nuestros esfuerzos por construirnos una zona de confort en la que reposar del cansancio de la existencia.
Pero, ¿quién construye la realidad social?. ¿Quienes deciden la moda, controlan la publicidad, resuelven lo que se ha de decir o dirigen a la anónima masa de la que hemos hablado?. ¿Quién es, en definitiva, el sujeto comunicador?. Sin duda, en el mundo que hoy conocemos, la concentración de la riqueza nos puede aclarar suficientemente la situación. Las decisiones se toman en los gigantescos oligopolios que controlan sectores estratégicos, en los grandes fondos de inversión que dominan los mercados y, sobre todo y como proyección de éstos, en los medios de comunicación cuyos propietarios son, en su mayoría, quienes dirigen la economía y la política.
Si parezco exagerado, baste recordar, a quien tenga edad suficiente para ello, que la guerra del golfo no fue más que un videojuego para las humildes masas occidentales. No veíamos más en televisión. Quiero decir con esto que los medios de comunicación construyen la realidad social mostrándonos solo lo que quieren que veamos. Y no es casual, tienen un plan claro para convertirnos a todos en anónimos sujetos de esa masa deforme, carentes de criterio y conciencia crítica. Quieren que todos nos convirtamos en seres de plástico, como el dinero que usamos cada día.