Lebrijano era el padre de nuestra primera Gramática del castellano, la lengua del imperio sobre cuyos acentos del sur ya pusieron sus pegas los entendidos del norte. Se llamaba Antonio y llevaba tan a gala su patria chica que firmaba como Elio Antonio de Nebrija. Por supuesto, aquella importantísima obra fundacional de los mecanismos de nuestro idioma se la dedicó su autor a Isabel la Católica, más de un siglo antes de que otro genio de nuestras letras, que penó tanto por nuestro sur y sus cárceles, creara sin apenas darse cuenta, como le ocurrió a Colón con su descubrimiento, la novela moderna, basada en que sus personajes fueran tan de carne y hueso como la gente de verdad. Este se llamaba Miguel y él mismo se encarnó, con su misma barba y su misma melancolía real, en el papel de un loco que quiso hacerse una vida a su medida atravesando la Mancha sobre un caballo que ora era de veras ora de madera ora de purita imaginación. Antonio y Miguel no fueron contemporáneos, pero a ambos los ha emparentado la historia por su amor a nuestra lengua y su convencimiento de que, como decía Wittgenstein, los límites de mi lenguaje son los límites de mi pensamiento.
Hoy, otro Lebrijano, también con mayúscula, pues ese era su nombre artístico, va a cerrar el círculo, como la puerta circular de esa cápsula del tiempo que es la Caja de las Letras del Instituto Cervantes, de que un gitano llamado simplemente Juan pero que mamó con fruición el orgullo de la tradición heterodoxa de una España construida sobre el cañamazo de la mezcolanza, ingrese por la puerta grande de la Cultura oficial. A Juan Peña, El Lebrijano, aquel gitano rubio que cuando cantaba se mojaba el agua, a decir de Gabriel García Márquez; que fue capaz de acompasar la Persecución histórica de su raza al oleaje que le había pautado el gran Félix Grande después de imaginar a tantos gitanos condenados a remar en las galeras, lo van a homenajear con el honor de que sea el primer flamenco gitano del sur cuyo legado se vaya a depositar en una de esas cajas que el Instituto Cervantes de Madrid reutiliza ahora que el mismo edificio del antiguo Banco Español del Río de la Plata usaba para guardar lingotes de oro. El concepto de riqueza trascendente ha cambiado gracias al legado que nos dejaron Antonio, Miguel y también Juan, sin distinción de géneros, porque la creación artística no se tasa con divisas de este mundo.
Juan Peña El Lebrijano, que lleva casi una década en la gloria, ha tenido desde allí la delicadeza de que, antes que él, fuera Carmen Linares, la gran dama del cante flamenco, quien llevara su legado a tan alta institución cultural. Esta mañana, mientras usted está leyendo esto precisamente, su hermana Tere y sus hijos Juan José y Ana Belén, el alcalde de Lebrija, Pepe Barroso; la secretaria general del Instituto Cervantes, Carmen Noguero; y nada menos que los artistas José Valencia y Pedro María Peña, asisten a la entrega del legado del cantaor lebrijano y universal en esa institución en la que ya entregaron sus símbolos más preciado personalidades de la talla del cineasta Luis García Berlanga, la novelista Ana María Matute, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo, el editor Mario Muchnik, el académico Víctor García de la Concha, el hispanista Ian Gibson o el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, por poner solo unos cuantos ejemplos señeros de entre los centenares que podrían escogerse. Lo fundamental es que un flamenco está ahí, y no cualquier flamenco, sino un intelectual del compás que supo durante toda su vida navegar equilibradamente entre las aguas turbulentas de la vanguardia y el peligroso remanso del purismo, el primer cantaor que llevó el flamenco al Teatro Real de Madrid el año que yo nací, sin sospechar un servidor, por supuesto, que muchos años después, frente al pelotón que esperaba en las duchas de la playa de Regla, se lo encontraría como un bañista más, esperando su turno para limpiarse la arena de los pies.
Me acerqué a él y le pedí una entrevista en cuanto pudiera. Al día siguiente estuvimos charlando de lo divino y lo humano en la Plaza del Cabildo de Sanlúcar, con una copita de manzanilla y unos langostinos que nos miraban curiosos porque estuviéramos cumpliendo aquella sentencia nazarena de que no solo de pan –ni de mariscos- vive el hombre, tal era el interés de la conversación. Lo recuerdo como si no hiciera veinte años, con sus ojos claros y pequeñitos escudriñando mi juventud con la ternura de quien ya había dado el cante sobradamente, y lo imagino ahora, viendo desde el balcón del cielo cómo su nombre también se hace sitio en esos sitios donde no hace demasiado hubiera sido imposible que ningún gitano diera el cante desde el más allá, desde donde va a seguir ejerciendo, por los siglos de los siglos, de pionero siempre atento a la palabra de Dios a uno de los nuestros.