El Estado de Derecho es un tipo de sistema social complejo y altamente sofisticado. De hecho, es un modelo de gran lenguaje como el que utiliza la Inteligencia Artificial (IA) contiene un conjunto de algoritmos gramaticales (derecho procesal) con dispositivos de autocorrección (hermenéutica jurídica) y aprendizaje (jurisprudencia). El Estado de Derecho, como la IA, tampoco es humano, pero como la IA sí es una obra de la inteligencia colectiva humana producto de la selección cultural. En todo lenguaje la semántica es muy relevante. Cualquier degradación del campo semántico comporta unos efectos de degradación grave de la función de codificación del lenguaje.
La moneda es otro ejemplo de sistema social complejo. La unidad semántica del sistema monetario es la moneda, la inflación, un fenómeno de degradación de la moneda por incremento caótico del valor, lo cual deteriora la función codificadora del gran lenguaje monetario. Tanto el valor económico en el caso de la moneda como el significado jurídico en el caso del Estado de Derecho tienen funciones de codificación de la coordinación de la agencia humana. La degradación semántica, que implica la inflación en uno u otro lenguaje, supone descoordinación colectiva y por tanto incremento de la entropía social.
La inflación semántica en el derecho consiste básicamente en la conversión de un concepto jurídico bien determinado en lo que en teoría general del derecho se llama un concepto jurídico indeterminado. Concepto utilizado por las normas del que no puede deducirse con absoluta seguridad lo que aquellas han pretendido exactamente, siendo difícil alcanzar una solución exacta. De esta dificultad surgió la doctrina del «margen de apreciación», que deja cierta libertad, o al menos tolerancia jurídica, para que al concretar un concepto normativo puedan seguirse diversas opciones.
La aportación fundamental de la doctrina de los conceptos jurídicos indeterminados es que sostiene así como la discrecionalidad permite a la Administración elegir entre varias opciones, todas las cuales son jurídicamente indiferentes y válidas, que la aplicación de aquellos remite siempre a una única solución justa, sin alternativas, que la Administración debe encontrar. Esta doctrina del margen de apreciación es cada vez más discutida y acotada en el derecho administrativo desde posiciones garantistas y absolutamente insoportable en el derecho penal.
Así pues, el uso de conceptos jurídicamente indeterminados es en el mejor de los casos un precio que hay que pagar por la plasticidad adaptativa del derecho administrativo, y en el peor un refugio para la impunidad del poder político. Inscrito en la misma cadena secuencial del lawfare, la conversión de conceptos jurídicos penales bien determinados como el de “sedición” o “terrorismo” en conceptos jurídicos indeterminados es un salto más en la adulteración del Estado de Derecho. El empeño del Tribunal Supremo, especialmente la fiscalía, en convertir el llamado procés en un acto de sedición, o la instrucción del juez de la Audiencia Nacional García Castellón de calificar las actividades del independentismo catalán bajo el tipo penal de terrorismo como actos de terrorismo son dos ejemplos notorios y alarmantes de esta senda por la que ha derivado la mayoría de la cúpula judicial española.
Ningún conjunto de propiedades que han de darse fácticamente en el concepto jurídico de sedición se dan en el procés catalán. No hay ni violencia, ni acción de cuerpo armado, ni siquiera declaración normativa de independencia: Las leyes de desconexión son antidemocráticas e inconstitucionales, pero no son nunca un delito. El simulacro de referéndum es un acto normativamente inocuo y performativamente autoanulado. Las mismas condiciones que impedían el referéndum y que los nacionalistas correctamente denunciaron, impedían que el simulacro realizado, violencia policial incluida, tuviera validez alguna. La suspensión instantánea de una declaración meramente retórica de independencia que implica la comisión de un acto de omisión ni siquiera se ha omitido, pues solo hay omisión dolosa cuando hay obligación jurídica de actuar, ridícula. Tan estúpida como la obsesión de la fiscalía del Supremo en convertir a los receptores de los golpes de la policía, los manifestantes catalanistas que protegían los colegios electorales, en autores de esos mismos golpes, por causalidad invertida, de tal modo que así se daría uno de los supuestos fácticos de la sedición como es la existencia de violencia.
Pero si aberrante es lo ocurrido con el concepto de sedición, García Castellón, da un salto más en la inflación semántica: califica como terrorismo la muerte azarosa de un turista francés en el Prat durante un acto de Tsunami Democrático. No hace falta recurrir a ninguna praxeología jurídica para saber diferenciar entre un acto de desorden público, en el peor de los casos; y un acto de terrorismo. Amen de que en la relación entre la muerte por infarto del desafortunado turista francés y los desórdenes públicos tiene que haber una causalidad directa y unívoca para que se pueda imputar la responsabilidad penal a los dirigentes del acto de desórdenes públicos.
Intoxicando el código penal con inflaciones semánticas como esta conversión de conceptos jurídicamente bien determinados con conceptos indeterminados jurídicamente se lesiona gravemente el sistema de garantías que es el sostén verdadero del Estado de Derecho. Esta erosión de las garantías abre una brecha por donde se puede colar la criminalización de todo tipo de protesta social en el mañana más temprano que tarde.