“Converso con el hombre que siempre va conmigo”.
(Retrato, de Campos de Castilla; Antonio Machado)
“Si la poesía tiene una función social, es habilitar y defender esa intimidad del hombre que estos días se ve avasallada y comercializada”.
(Entrevista de prensa, José Mateos)
Principio y final
Entonces tenía siete años y un escondite donde me sentía segura. Era un rinconcillo debajo de una escalera. Un espacio pequeño con el techo inclinado y lleno de cachivaches familiares. Se accedía por un patio amplio con el suelo acristalado para dar luz a la oficina que había en el piso inferior. A veces, cuando entraba, me encontraba con los juguetes de mi hermano desparramados por el suelo. Los echaba en una cesta y me ponía a jugar con mis muñecas: una rubia resplandeciente como el sol del día y una morena misteriosa como la luna de la noche. Hablaba con ellas: “¿Te gusta el vestidito que te he puesto?” “Mamá te va a reñir si no te portas bien”. Otras veces les enseñaba mi lenguaje secreto: “Piyo, piso, piy, pibo, pini, pita. Algunas veces me disfrazaba y bailaba. Mientras estaba en mi guarida mi madre me dejaba tranquila. Cuando acostaba a mis muñecas les daba besitos para que durmieran bien. Era mi refugio, mi cobijo, mi rincón feliz.
Como a papá lo trasladaban mucho en su trabajo me quedé sin mi primer refugio. Entonces, en la casa nueva, ya adolescente, me encerraba en mi habitación. Allí tenía mis cosas, mis cuadernos, mis libros. Era mi cabaña, donde me aislaba del mundo y mi mente divagaba soñadora. Pasaba días muy tristes, en los que creía que me iba a morir, y otros muy alegres, eufórica, como las flores en primavera. Mi madre lo llamaba “fluctuación de ánimo” y decía que tenía que aprender a encauzar mis sentimientos. No entendía qué era “encauzar”. Pero escribía un diario personal, lentamente, como se cultivan las plantas; lo escondía en una bota vieja que guardaba en un rincón del armario.
Ya de mayor, un día en una marquesina donde esperábamos el autobús, vi a mi padre ensimismado, un tanto melancólico, acaso triste. Apoyaba su hombro en la cubierta de la parada del autobús y su rostro decaído mostraba los ojos rodeados por una aureola gris y sombría. Le pregunté: ¿Papá te pasa algo? Y mi padre me dijo: “Hija, hay que cosas que no te puedo contar”. Entonces supuse, ya adulta, que en la intimidad están las heridas que la vida te va dejando por dentro, heridas que no sangran, pero te dejan un hondo y perenne silencio. Pensé que los mayores tienen secretos, cicatrices íntimas, tal vez crónicas negras, que son como sogas que se les ajustan alrededor del cuello.
Hombre de acción y hombre reflexivo
Hay, en la vida ordinaria, hombres de acción y hombres reflexivos. Los activistas puros corren y galopan con la lengua fuera como un caballo desbocado, se dispersan, se disgregan, se desparraman entre las apariencias y las exterioridades. Son seres que se diluyen en el movimiento vertiginoso del mundo y viven la vida exclusivamente como un quehacer productivo. Son personas que desprecian o ignoran la mitad de su ser, su intimidad: el transcurrir ilusionado o triste de sus sentimientos, el observar y recrear en su mente la belleza o la inmundicia del mundo, o la capacidad de proyectar serenamente su futuro, de ponderar las decisiones que va tomando en su vida, de disfrutar de su propio tiempo. Desdeñan los detalles de la vida: los deseos propios y ajenos, las miradas alegres o afligidas, las palabras, los gestos.
Lo íntimo, lo privado y lo público
Toda persona tiene tres tipos de actuaciones: públicas, privadas e íntimas. Lo único que de cada cual pertenece a los demás son nuestras actuaciones en el ámbito público. Nuestra vida privada e íntima pertenece a cada uno y nadie puede penetrar en ellas sin nuestro permiso.
Las actuaciones públicas son perfectamente observables. A través de este ámbito público se conocen los comportamientos y las decisiones de las personas en sociedad que, en cierta medida, han de ajustarse a las normas colectivas. En este ámbito público, las relaciones suelen ser impersonales, frías, distantes.
Las actuaciones privadas engloban lo que hacemos en un escenario semipúblico (la familia, la calle, el bar…). Requieren por lo menos de la presencia de dos actores con los que interaccionamos libremente y no tienen relevancia social; podrían ser observables si no se pone cuidado o hay algún voyeurista que esté interesado, como en el caso de los paparazzis. En la vida privada, las reglas son más autónomas ya que están propuestas por quienes las comparten y son más fáciles de transgredir. Por otra parte, las relaciones son personales, con nombre propio y trato directo.
La vida íntima no es observable, esquiva la intromisión de terceros y no es razonable valorarlas moralmente. Tanto valor tiene tu intimidad como la de los demás. Por ello, es un gesto de responsabilidad ser una persona prudente y discreta a la hora de valorar y juzgar la vida de los demás. Es el ámbito de la toma de decisiones y solo se puede entrever por lo que el sujeto dice o hace en el ámbito público o privado. En la vida íntima las reglas no son necesarias.
Admirar, envidiar, amar, odiar, fantasear, imaginar, proyectar, suponer, reír, llorar, soñar, jugar; el ser, el tiempo, el camino, el sueño, el inconsciente, la luz y la sombra, el miedo a la noche, el absurdo, la nada, el vacío, el sinsentido, la soledad, la muerte; lo sagrado y lo salvaje; son vivencias y reflexiones del sujeto meramente internas, que no tienen relevancia social y que no pueden ser conocidas por nadie. Lo curioso es que a veces no son conocidas ni por el propio sujeto. La intimidad puede inferirse a través de lo que dice o hace la persona, pero nada acerca de lo íntimo es comprobable.
Dilema del erizo
El dilema del erizo es una parábola escrita en 1851 por Arthur Schopenhauer en la obra ‘Parerga y paralipómena’. En un día muy frío, un grupo de erizos que se encuentran cerca sienten simultáneamente una gran necesidad de calor. Para satisfacer su necesidad, buscan la proximidad corporal de los otros, pero cuanto más se acercan, más dolor causan las púas del cuerpo del erizo vecino. Sin embargo, debido a que el alejarse va acompañado de la sensación de frío, se ven obligados a ir cambiando la distancia hasta que encuentran la separación óptima (la más soportable).
La idea que esta parábola quiere transmitir es que cuanto más cercana sea la relación entre dos seres, más probable será que se puedan hacer daño el uno al otro, al tiempo que, cuanto más lejana sea su relación, tanto más probable es que sientan la angustia y el dolor de la soledad; lo mismo que los humanos que buscamos la compañía de los demás para no perecer de soledad y hastío, pero que no podemos frecuentarnos demasiado de cerca sin herirnos unos a otros con nuestros intereses y ambiciones opuestos.
La forja de la ética personal desde el refugio
El ser humano vive desplegando dos movimientos: Proyectarse y Replegarse. Por el día se proyecta, sale a trabajar, ejecuta sus planes; por la tarde-noche se repliega, se recoge en la casa. Por ese repliegue el hombre se aleja de la locura y la frialdad del mundo para recuperar cierta cordura y calor. La intimidad es hogar. De este modo la persona se singulariza; se aleja de la disgregación, de la dispersión en la masa; se desenvuelve entre el ensimismamiento (estar en permanente intimidad) y la alteración (estar fuera de sí).
Cada persona es un ser único, tiene una personalidad propia: criterios, sentimientos, valores, gustos... Desde la intimidad una persona da forma a su propio estilo de vida: su ritmo, su creatividad; que no dispensa de las obligaciones frente a las costumbres generales de la sociedad, pero que va más allá orientándose hacia un estilo de vida personal. Sus sentimientos y sus valores le señalan si algo es adecuado o no, si es "concorde" con él. Pero necesita un tiempo, al menos momentos, de repliegue interior, de meditación desde su subjetividad clausurada y cercada, que alumbre valores como el Bien, la Justicia, la Belleza, para forjar una ética personal, para elegir lo mejor para sí mismo y para su comunidad, y diseñar que va a ser de su vida. Desde lo singular a lo universal y viceversa. Es como el movimiento de las olas: de dentro a fuera, de fuera a dentro.
Vida interior, solitaria y clandestina, forjada de acuerdos y contradicciones. Nadie puede obligarnos en la intimidad porque nadie entra en ella sin permiso. Es lo más aproximado a la vida contemplativa. Para pensar, escribir, leer sobran los otros.
La intimidad lleva a la solidaridad: lo más lindo de experimentar la intimidad es que, al entrar, lejos de llegar a una casa solitaria, vemos que dentro de ella habitan todos los seres de la humanidad, de todos los tiempos, sin distinción. Que cada uno de nosotros recupere su propio hogar no es solo una cuestión de salvación personal; es la única salida para la humanidad anhelante de unidad, complementariedad y fraternidad. Nuestro pequeño aporte y trabajo espiritual sí es relevante en la construcción del cielo acá, de un mundo mejor.
“… hay una indiscutible dignidad en la vida sencilla de la gente… Si el tiempo es la criba que solo deja pasar lo que de veras vale, el gesto cotidiano encabeza la lista… Se trata de la excelencia sabia, misteriosa y artística de la sencillez… La ética de la vida corriente”.
(La resistencia íntima, Josep María Esquirol)
¡De qué callada manera
se me adentra usted sonriendo,
como si fuera la primavera !
¡Yo, muriendo!
¿Quién le dijo que yo era
risa siempre, nunca llanto,
como si fuera
la primavera?
¡No soy tanto!
En cambio, ¡Qué espiritual
que usted me brinde una rosa
de su rosal principal!
Nicolás Guillén