Las zapatillas de mi madre eran de marca. De dejar marca, quiero decir. La verdad es que no me puedo quejar, mis padres nunca han sido de pegar a sus hijos, y si te llevabas una torta, es porque realmente te habías pasado. La imagen de la madre con una zapatilla en la mano cual pistolero de Oeste es muy icónica y romántica; pero había múltiples formas de corregir a los niños.
Hay quien relaciona el respeto que se tenía antes a los padres con el miedo. Y sí, puede haber quien tuviera pavor del cinturón de su padre, porque era de hebilla fácil y le caía algún correazo —no os hagáis los sorprendidos que todos conocemos a alguien a quien le cascaban de forma más alegre—. Lo cierto es que los que tuvimos una educación normal, sin castigos físicos pero con su “guantá a tiempo”, no teníamos miedo a nuestros padres, era consideración, obediencia... No tenía nada que ver con el temor a que la suela de tu madre te dibujara un mosaico de líneas cruzadas en el antebrazo (seguro que las escarificaciones que se hacen ahora tienen alguna conexión traumática con este hecho).
En ningún momento defiendo la violencia como medio de educación. Fue un mal mayor que hubo que —intentar— erradicar, porque bajo el amparo de la ley, en las casas se lavaban los trapos sucios, pero alrededor del cuello de alguien. Se cometían auténticas barbaridades y todo degeneraba en algo más que corregir el comportamiento. Lo que sí es verdad, es que desde que el significado de “maltrato” es más laxo, los niños se suben a las barbas de cualquiera. No niego que mis hijos hayan recibido alguna vez un cachete, pero intento educarlos con comprensión y lógica. Respetándolos yo como personas para que ellos me respeten a mí y a todo lo que les rodea.
Estoy segurísimo de que si la ley me lo permitiera, no utilizaría los golpes como procedimiento para la enseñanza: los quiero demasiado, y son tan frágiles. Sería muy cobarde. También he de decir que tengo unos hijos “normales”, y que aunque muchas veces me hacen perder la paciencia, es siempre dentro de lo tolerable. No sé si soy capaz de comprender a una persona que deja los dedos marcados en la cara de un niño de seis años. Hay jurisprudencia al respecto, y tiene que ver con la reincidencia y las lesiones... un padre o una madre puede salir incluso airoso de una de estas situaciónes. Es muy difícil establecer cuál es el límite.
Los niños crecen, e igual que una vez mi madre me dio un palazo con la fregona —bien merecido, aunque dolió— y yo lo recuerdo como algo divertido, habrá quien tenga pesadillas porque a su padre se le fue la mano durante una década. Maltrato: es una palabra tan grande y tan banalizada. A lo mejor me estoy metiendo en un jardín con todo esto, pero ya no puedo contar con los dedos de las manos las conversaciones que he tenido con gente de mi edad sobre “la guantá a tiempo”, todos a favor. Me imagino a un niño de 14 años, que no estudia y que da problemas en casa, llegando sus padres de trabajar, exhaustos; y el niño, con toda la bravuconería e insolencia de la adolescencia, exigiendo y bramando proclamas del estilo “dame dinero, yo no pedí nacer”. Pues se me haría difícil no justificar una buena torta purificadora, con receta médica si puede ser.
“Pues a mí me pegaban mis padres y tan normal he salido”. No, amigo, a ti no te pegaban, a ti te corregían convenientemente según el Código Civil. A tu vecina, la de arriba, sí que le pegaban, y al niño lo tenían lleno de cardenales... y lo que es peor, crearon un posible futuro maltratador. Es todo tan difícil. Con lo bonito que era un babuchazo sin más pretensiones, que tú ya tenías una edad y ni dolía. Un tironcillo de pelos, un buen guantazo en el hombro. Pues lo que os decía: el sentido romántico de una cowboy de alfombra. Y ahora ni eso.
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