Tendría 17 o 18 años, allá por el cambio de siglo, cuando con la que por aquel entonces era mi compañera, nos sentábamos a las puertas de lo que hoy es una tienda de ropa y en aquellos días un banco de los de gran nombre. Nos sentábamos en un suelo de mármol agradable para las temperaturas que suelen hacer por estas tierras, máxime cuando la mayor parte de horas del día éste se encontraba a la sombra, y lo hacíamos para ejercer el difícil e incomprendido arte de la contemplación. Además, reíamos. La belleza de la juventud que se dejaba empapar por la belleza de la cotidianidad porque ésta aún no la había devorado, era acompañada en esa calle Larga de comienzos del XXI por Manuel Ricardes, ese argentino, fino y alto en su porte, por el que empecé a escuchar tango o guitarra clásica, y del que conseguí hacerme amigo a base de simplemente escuchar su música. En verano Manuel desaparecía y la calle quedaba huérfana, triste, silenciada entre ruidos extraños que le tapaban la boca, aunque éstos también les pertenecía y formaban parte de su música en los días de más calor.
A Camilo lo conocí algunos años más tarde. Entre medio había pasado algún grupo de música clásica, Jookoo, que cada vez que me veía me decía dónde tocaría en esos días, y algún viajero o alguna viajera que en su alto en el camino, sacaba su guitarra y se hacía algunas versiones. Ninguno, sin embargo, hacía de las calles de nuestra ciudad su lugar permanente de trabajo desde Manuel, hasta que llegó Camilo, a quien seguro que lo conocéis montado en su bicicleta con la guitarra a cuestas. Apareció por nuestra ciudad alternando el flamenco con algún que otro acorde de manouche, hasta que se dio cuenta de que el manouche no era la banda sonora de nuestras calles. Los recuerdos se mezclan con los años y necesitamos ir poniendo hitos para fechar. Uno de estos hitos me lleva a hace tres años, junio de 2013: una fiesta en la que el manouche era el invitado especial y yo un invitado tímido, disfrutando de un viaje a una azotea de Jerez que transportaba mi alma a cientos y cientos de kilómetros. Esa casa era la azotea de Camilo. Varios meses después, en octubre de 2014, éste era mi regalo de boda para una de mis primas, abriendo los aperitivos con una versión de Camarón, creo recordar.
La llegada de Camilo a nuestras calles se mezcla en mi mente con ver tocar a “Mamé y er Peña” a mediación de la calle Larga. ¿Qué hubiese sido de esta calle sin su música?, me pregunto mientras escribo estas líneas. Mamé y er Peña tenían junto a sus amplificadores un cartel que ponía algo así como “musicoscallejeros” en referencia a alguna web que parecía situarles dentro de un colectivo que los identificaba como eso, músicos callejeros. Me hacía gracia pasar por al lado de ellos y decirle a quien me acompañara: “Ni Muelle ni hostias, ¿ves ése que toca el bajo? Toca bien, ¿eh? Y lo formal que es... pues ése y el Pito son los verdaderos fundadores de los Txuminos”.
La relación con Manuel y Elena no tengo muy clara cómo comenzó. La primera vez que los sitúo en mi cabeza me lleva a Granada, ciudad en la que creo que empezaron a tocar en las calles (de esos días aún debe circular por internet un vídeo que Nach de Torres les hizo). Manuel y Elena, El Domador de Medusas, son personas de esas de las que hacen falta miles en el mundo, esa clase de personas que cuando vas a definirlas no te sale otra definición que aquella de “buenas personas”. La calle ha curtido su música y quienes siguen a El Domador desde hace años lo han podido comprobar. De mi relación con su música tengo en mi casa la primera guitarra manouche con la que Manuel tocaba y, en el disco duro del ordenador, tres fotos recuerdan que un día toqué dos temas en directo con ellos, la contraprestación por una docena de clases de guitarra en su casa de calle Emilia, en aquel mundo de Torresoto. El Domador de Medusas hizo también de la calle su lugar de trabajo, aunque la fábrica suele ser aquel espacio del que surge posteriormente la obra casi acabada, y en la que también se llevan varias horas al día. La pátina final se la da la calle. También son habituales en actos solidarios o de lucha social, y en algún que otro lugar que concede mirillas a aquello que “no vende” por estas secas tierras. En alguno de estos conciertos (que no es lo mismo que la música callejera), déjense empapar también por las historias que acompañan a cada canción. Los viajes, las calles de cada ciudad o pueblo en el que han estado, impregnan muchas de sus canciones o son la causa directa de ellas.
Y entre la banda sonora de mi vida, también hay espacio para otras personas. “El Titi”, ese rumano de camiseta de la selección española y chándal del ejército, cargado con su acordeón y que aprecia el que simplemente alguien le pregunte cómo está. Tras un incidente en el que la Policía le decomisó su acordeón le ofrecí ayuda en lo que estuviese en mis manos. Desde entonces un “suerte señor” acompaña mis encuentros con él si es que está trabajando. Si va camino del trabajo, comparte sus miedos, sus preocupaciones, sus prejuicios... como todas y todos. Otros famosos del centro son los hermanos Salmonete, esos malditos del cante flamenco, capaces de levantar al patio de butacas de un teatro o de espantar a la clientela de un bar. ¿Y quién no conoce a Juanito y al “Chusco”? A día de hoy no he contraído aún ninguna enfermedad por los besos de sus días más cariñosos. Quienes los conocen pueden estar preguntándose qué pintan ambos en este artículo. Muy fácil: Chusco posiblemente sea el mejor guitarra borracho que puedas conocer, aunque más de una guitarra se le haya olvidado en el bar de turno; y Juanito, en el 2014, fue el autor de lo que para algunos de nosotros fue el gran hit del verano: “Este verano, te vas a enamorar, eh, te vas a enamorar, eh, te vas a enamorar”.
Y es que la historia de este país, desde El Lazarillo, no podría entenderse sin la picaresca, pero ésta sólo es condenable cuando viene desde “el sucio” y nunca desde las dulces fragancias. Esta ciudad, como tantas otras, ha regalado sus calles y plazas a las terrazas de bares que se colocan a su antojo a lo ancho y largo de aquellas. Ahora, los dueños de estos espacios públicos, la patronal de hosteleros, quieren seguir con la expulsión de las calles de toda aquella persona que no les sea rentable, pues ése es el único criterio al que responden, el de la rentabilidad económica. Eso explica que las mesas de sus bares ocupen cada vez más espacio del suelo público (habría que ver si con licencia y qué permisos) y que las condiciones de trabajo de sus trabajadores y trabajadoras sean tan precarias. Este país que vota a los mayores intérpretes de la picaresca contemporánea, y deja su dinero y el resto de su vida con fe ciega en sus manos, se molesta por lo que viene a ser dentro de la música callejera “dar el cante”.
Y si lo que queremos es hacer de la ciudad un lugar agradable en el que vivir, sobra ruido. Que suene la música y sostenga al barco.