Una auténtica obra de arte, desde mi punto de vista de humilde lectora. Un libro corto que, cuanto más lees, más te incita a seguir leyendo. Una historia cuyo principio ya te cuenta el final pero prosigue de una manera tan intrigante que te olvidas del desenlace para esperar con ansia, página tras página, a que aparezcan las respuestas a tus preguntas, los motivos, las causas.
Una historia de amor. Empalagosa a más no poder en varios fragmentos, e incluso capítulos, e incluso en la totalidad de la novela. Pero de un empalague sublime, de una intensidad que te contagia la emoción, de un dolor que te traspasa el corazón.
Una reflexión en torno a la influencia de la sociedad y de sus prejuicios sobre las relaciones, en torno a la actitud de las personas en función del nivel económico y de la posición social que se ocupa (ellas y tú), y en torno al pesar de los sentimientos hacia el pasado, el cual en ocasiones supone tal tremenda carga que acaba afectando al presente y al futuro de forma irreparable.
Una trama deliciosa de digerir aún en su amargura. ¡Menudas últimas diez páginas! Una prueba más de que no hace falta escribir demasiadas palabras para expresar con fuerza lo que se quiere decir. Y una prueba más de que la capacidad de comunicar es un arte tan válido como la pintura o la escultura.
Terminar esta novela y el recuerdo de una conversación que mantuve hace un tiempo con una compañera de profesión (o más bien de intento de profesión en que se ha convertido el periodismo) me han devuelto la confianza perdida en el sentido de mi carrera.
Esta chica y yo nos cuestionábamos lo asimilado durante la carrera de periodismo. Y solo cuando ella me preguntó directamente: “¿tú sientes que has aprendido algo que puedas aplicar?”, encontré la respuesta en mí misma mientras la razonaba y exteriorizaba, primero pareciendo querer hacernos sentir mejor, pero finalmente revelando (que no convenciendo) a ambas que había valido la pena.
Porque nacimos con la inquietud de escribir, con un latido de inspiración incorporado en el corazón, con un deseo irreprimible de aprender a escribir mejor que los demás, con la necesidad de plasmar lo que sentimos, pensamos, vemos y criticamos de manera que les sirva de algo a los demás, que les aporte lo que aprendemos, lo que pensamos que es lo correcto (lo sea o no), o aunque solo sea para compartirlo e iniciar un debate. Escribir es pensar, compartir, abrirse al mundo, pedir ser escuchado; querer emocionar, influir, afectar y hacer pensar. Es ser meticuloso con la forma y con el fondo, con las palabras, los párrafos, la gramática, la ortografía. Una falta de ortografía, una palabra mal escrita, una frase errónea puede descolocarnos. No solo la detectamos fácilmente, sino que molesta enormemente a la vista, cual moscardón posado en las narices.
La voluntad de escribir y de expresarse correctamente se vuelve perfeccionista hasta el tormento en las almas auténticamente periodísticas. Y la de comunicar ya ni os cuento. El problema es que se ve más fácil que una operación quirúrgica o la construcción de un edificio porque, mientras que estas actividades se reservan a médicos y arquitectos (con todo mi respeto hacia ambos campos, es solo un ejemplo), "todo el mundo tiene la capacidad de escribir". Esto es, de coger un bolígrafo o teclado y plantar letras en un papel o pantalla. Pocos se acuerdan, para nuestra consideración, de que eso no implica en absoluto contar con la capacidad de comunicar, que va muchísimo más allá.
El periodismo está destrozado de críticas. Estoy de acuerdo en que, en parte, se lo ha ganado, pero lo mismo ocurre en muchas otras profesiones, las cuales van mutando igualmente a lo largo del tiempo y de los cambios de época sin que se adviertan, sin embargo, sus aspectos negativos al nivel de los del mundo periodístico. Observo con pesar que vapulearlo se ha convertido en una moda, en un recurso conversacional, en una tendencia social, transformándolo en uno de los blancos profesionales más castigados y salpicando de desprecio a una pasión centenaria. La única diferencia con el resto de campos es que estos no han de pasar por esa exposición pública; sus negligencias, irregularidades y demás intríngulis se mantienen anónimos, a salvo de las críticas, cuando todo el mundo sabe que gente incompetente e indecente hay en todas partes y en todas las ocupaciones. Pero esto se olvida en cuanto se ve, se lee o se escucha a tal persona en un medio de comunicación y se piensa automáticamente “estos periodistas…”, sobre todo si no se está de acuerdo con lo que emite.
Otro tema candente es el de la “cultura general”: todos los periodistas tienen que saber de todo, tienen que llevar la cultura general, y no tan general, en vena. Una tontería tan grande como que los médicos deban ser capaces de desenvolverse en todas las especialidades. ¿Acaso no se centran en solo una? ¿A alguien le cuadra un cardiólogo ejerciendo de podólogo o un dermatólogo de pediatra? Pues con nosotros, y con la inmensa mayoría de las carreras, ocurre igual: cada profesional se especializa en el tema que más le apasiona, lo demás se la trae al pairo, independientemente de la propia curiosidad humana que le haga informarse a un mayor o menor nivel.
Hay tropecientos temas sobre los que escribir y aprender muchísimo como para estar al tanto de otros asuntos, por muy de actualidad que sean. ¿Por qué un periodista ha de saber de política o de economía si de lo que quiere comunicar es, por ejemplo, de nuevas tecnologías? ¿O de automoción? ¿De música? ¿De inteligencia emocional? ¿De bricolaje? A ver si se deja de exigir que sepamos de todo, que nos enteremos de todo, que nos interese todo, como si no tuviéramos nuestras propias preferencias, como todo el mundo.
Hoy, reafirmo las razones que me llevaron a estudiar periodismo. Hoy, defiendo mi profesión, aún dudando que vaya a ejercerla de manera estable, porque el periodismo nos necesita. Necesita a personas que lo traten como se merece, que amortigüe las puñaladas que recibe y que le recuerde que es un mundo de un enorme valor, coraje y poder.
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