Han disfrutado de buenos sueldos —de 2.000 euros para arriba— y ya muchos, cumplidos los 60, disfrutan de la pensión máxima de jubilación sin haber dado un palo al agua en toda su vida. ¿Tienen ustedes idea de la cantidad de gente que se ha pasado décadas tocándose los colindrones —o rascándose el tete, por aquello de la paridad de géneros que tanto pregonan—, en alguno de los centenares de chiringuitos montados ad hoc por las instituciones andaluzas? Al final de sus vidas, como buenos burgueses sobrevenidos, todos tienen buenas casas, esposas recatadas —me malicio que en doble sentido— e hijos listísimos a los que pueden costearle másteres carísimos en las mejores universidades. Visten ropa de las mejores marcas que sin embargo no disimulan su mal gusto congénito, y lucen casi todos una oronda barriga hinchada a base de canapés, mariscos, jamón de pata negra... y los vinos más caros, pagados con los impuestos de la gente honrada que madruga y de verdad trabaja. Era su verdadera y única aspiración cuando se acercaron a la política, y lo han logrado. Se sienten triunfadores.
Son la nueva clase media ociosa andaluza que arribó de la mano de los partidos políticos desde la restauración de la democracia. Muchos fueron en su origen simples maestros o profesores que en seguida se dieron cuenta de que eso de currar no iba con ellos. Desertores de la tiza les llamábamos en el gremio. Otros ni siquiera tenían oficio conocido, ni titulación académica, ni experiencia profesional o empresarial... Daba igual. Les bastó un poco de paciencia en el partido, mucha cintura a la hora de agacharse ante los jefes, y una cierta habilidad lingüística —en el arte de lamer, me refiero— para conseguir empleos lucrativos, colocar a la parienta y demás “famiglia”, y sin apenas despeinarse pasar a formar parte de esa clase de gente que con trabajo y sudor ajenos se enriquece y triunfa. ¡Qué arte!
Es verdad que algunos no pasaron de ahí, o al menos no han dejado pruebas de haber metido las manos hasta los codos en el erario público, y aquella ha sido y sigue siendo su única y discreta fórmula de latrocinio, que se sepa. Otros fueron mucho más allá, como es público y notorio, aunque solo los más torpes, o los que se enzarzaron en rencillas personales, han entrado o están en la cárcel. Aun así, y a pesar de que sabemos quiénes son y lo que han hecho, todavía se atreven a salir a la calle. Algunos incluso han montado buenos negocios con los réditos de la política, y ahora explotan a los trabajadores cuyos derechos en otro tiempo decían defender, aprovechándose del voluntarismo de jóvenes en paro a quienes ponen a trabajar gratis bajo promesa de un futuro salario que nunca les van a pagar.
Cucañeros de la política -como llamaba Antonio Machado a esta clase de parásitos- han traicionado las esperanzas e ilusiones de los millones de andaluces que ingenuamente confiaron en sus proclamas éticas y obreristas. Han traicionado los valores éticos de la izquierda a la que decían y aun dicen pertenecer. Precisamente porque dicen que son de izquierda muchos dejamos de serlo, o por lo menos dejamos de votar a los partidos en que militan. Su avidez succionando recursos públicos ha hecho que Andalucía siga a la cola de España y de Europa en casi todos los indicadores socio-económicos, cuarenta años después del franquismo. Señoritos de medio pelo, son la versión contemporánea de esa lacra sempiterna que como una maldición bíblica asola esta bendita tierra.
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