Era una tienda tan singular que aunque se llamara El Malagueño todo el mundo la conocía por La Malagueña. Cada 28 de diciembre, Día de los Inocentes, este vetusto comercio cobraba toda su dimensión y parecía como si con solo este día del año justificara toda su existencia. En realidad, su especialidad no eran las bromas pesadas (o menos pesadas), pues lo mismo vendía figurillas para el Belén que huevos de madera para zurcir medias y calcetines.
Pero en el imaginario colectivo, en la memoria sentimental de tantos que suspiraban por alcanzar a ver su mostrador repleto de cacharrería inservible —la utilidad de lo inútil, según Ordine—, quién no recuerda sus mierdas de plástico tan realistas, sus bombas fétidas —que había que manipularlas como si de uranio enriquecido se tratase—, aquellos polvitos para hacer estornudar, o sus moscas y arañas de pega… El 28 de diciembre, parafraseando a Mark Twain, nos recuerda lo que somos durante los otros 364 días del año. En realidad, el escritor, que también nos abrió un mundo de posibilidades en Huckleberry Finn, se refería al 1 de abril, que es cuando se celebra este día de la inocencia interrumpida en otros países como Estados Unidos, Reino Unido, Japón, Francia, Alemania, Italia o Brasil.
Acordarnos este día de La Malagueña nos retrotrae casi desesperadamente al niño que querríamos seguir siendo. No es solo nostalgia, es revivir aquellas sensaciones inexplicables que sabemos que no volverán. Ese niño cargado de toneladas de asombro dentro del número 14 de calle Algarve, rodeado de una galaxia muy muy lejana y atestada de pequeños y medianos objetos y productos sorprendentes. Un lugar mágico, una maravillosa experiencia rodeada de pequeños expositores con productos a pesetas. No era el escaparate de la Juguetería Álvarez, esto ya era otra cosa. La Malagueña, el Shangri-La, ese horizonte perdido, esa tierra de felicidad permanente donde no se hacían fotos “para Instagram”, sino que con la mente se capturaban aquellas instantáneas para siempre, era un santuario. Esa tienda que existía cuando en los periódicos aún se gastaban inocentadas. Cuando lo extraordinario no se había convertido en condenadamente ordinario.
Un edén dentro del comercio de toda la vida que aún hoy, tanto tiempo después de su desaparición, sigue sacándonos una sonrisa juguetona al ver en los grupos de Facebook, un día de Santos Inocentes, la foto de su histórica e inigualable fachada. E inevitablemente pienso, dentro de 30 o 35 años, ¿de qué Malagueña nos acordaremos, qué Malagueña recordará mi hija? ¿Podrá Amazon sustituir algún día aquel olor de las bombas fétidas?