Ya ha terminado la Semana Santa, una semana en la que cada año se da la polémica. Hay quienes opinan que es religión y, por tanto, es una celebración religiosa que dirige la Iglesia católica que intenta idiotizar a la gente a través del incienso, la imaginería barroca y las bandas musicales. En el otro lado, hay quienes defienden que es una fiesta popular, que está fuera del control de la jerarquía eclesiástica y en el que las imágenes barrocas representan la memoria sentimental de un pueblo, el andaluz.
Yo, que no he tenido la suerte de nacer en Andalucía, he llegado a maldecir mucho la Semana Santa de Sevilla desde el prejuicio de no conocerla y no saber el entramado identitario, sentimental y humano que representa. Cuando llegué a esta ciudad, hace ya doce años, veía religión y olía a poder de la Iglesia católica en las procesiones que paralizan, literalmente, el centro de la capital andaluza y otros centros urbanos andaluces. Ahora, que llevo ya unos años viviendo la Semana Santa y la disfruto y me emociona, me arrepiento de todos los años que he perdido por el prejuicio de pensar que era conservadora, reaccionaria o de derechas.
Lejos de ser de derechas, la Semana Santa que yo conozco es de izquierdas, me la ha enseñado Francisco Garrido, un hombre de cerca de 60 años, exmilitante comunista que vivió en el exilio cuando era joven por el delito de ser demócrata, exdiputado en el Congreso y en el Parlamento de Andalucía por Los Verdes y uno de los impulsores de Podemos en Andalucía. También me ha enseñado algo de lo que significa la Semana Santa una mujer que vibra con ella, Pilar Távora, hija de uno de los personajes más ilustres de la cultura andaluza y comprometido hombre de izquierdas, Salvador Távora, quien usó su dinero para levantar un teatro en el Cerro del Águila, barrio obrero hispalense, y que en su haber tiene su lucha noble por la democracia y contra la dictadura y la conquista de la autonomía política para esta tierra, compleja por diversa y rica en matices, incapaz de dejarse comprender sin digerirla lentamente y desde los dogmas.
El Martes Santo sale la hermandad del Cerro del Águila, la que pone los pelos de punta a Pilar Távora, cerreña orgullosa, la única virgen dolorosa que sale con el himno de Andalucía de la Semana Santa de Sevilla. Es la hermandad de un barrio obrero, donde el voto a Podemos rozó el 30% de votos en las últimas elecciones generales y en el que el PSOE, cuando el PSOE era el partido al que votaba la gente sencilla, barría y dejaba al PP con datos de partido marginal. Ese día, el Martes Santo, en el centro de Sevilla se habla con acento de barrio. Miles de familias, que han vestido a sus hijos con la ropa de los domingos, bajan al centro de la ciudad para ver a su hermandad pasar delante de la Catedral de Sevilla, desde donde ven a las cofradías mucha gente fina y delicada que el resto del año odian con todas sus ganas a la gente sencilla del Cerro. Ese día, el Martes Santo, un barrio obrero de Sevilla se tira catorce horas procesionando, llevando al centro de Sevilla el olor de su barrio y metafóricamente conquista el casco histórico hispalense, habitado por gente que no sabe dónde queda el Cerro del Águila, que hay tasas de paro que muerden, que existen jóvenes con 30 años que sólo han cotizado seis meses a la Seguridad Social o universitarios que son los primeros miembros de una familia que han podido completar estudios superiores.
El Viernes Santo por la mañana temprano, una señora de 80 años esperaba sentada en la calle Feria la llegada de recogida de la Macarena, una de las imágenes protagonistas de la Madrugá de Sevilla. Pepita, que vive en el barrio obrero de la Macarena, queda cada año con sus hijas, nietos y yernos para ver juntos el paso, junto con la Esperanza de Triana y el Gran Poder, más popular de la Semana Santa hispalense. Al pasar delante de ella, se levanta a duras penas y acaricia el paso para luego persignarse. Sus hijas, yernos y nietos repiten el gesto. Así se lo enseñó su madre, quien lo aprendió de la suya y ésta, a su vez, lo aprendió de la bisabuela de Pepita. Antes de que pasara el paso de la Macarena, la familia de Pepita ha desayunado churros con chocolate en un bar de la zona. Nunca van a misa, tienen pensiones y trabajos precarios, son clase obrera pero paran el mundo por su Macarena, porque ésta no es una imagen religiosa sino un símbolo sentimental de toda la familia y de sus ancestros, que les recuerda al hermano que murió, al padre que también falleció, a las torrijas que cocinaba la abuela y al guiso de bacalao que comían en la casa en la que ya no viven. La Semana Santa es un álbum fotográfico que recorre la epidermis emocional en el escaso minuto y medio que dura el paso delante de quienes acuden a ver las procesiones.
La Semana Santa en Andalucía es memoria sentimental, identidad, historia y un legado heredado de abuelos a hijos en el que los protagonistas no son los rancios de patillas imposibles o las duquesas de mantilla y peineta que ven a los pasos de los balcones ilustres que cuestan una millonada en estos días, aunque sean a esta fauna las que sacan en los programas de sociedad y en los periódicos. La Semana Santa es de Pepita y de muchas familias como la suya que, ataviadas con ilustres y nobles sillitas portátiles compradas en bazares chinos y cargados con fiambreras para no gastar lo que no se tiene durante la espera de los pasos, inundan el centro, se adueñan del casco histórico de una ciudad tan clasista como Sevilla, en la que hay 100 familias de apellidos largos y extranjeros que se creen que la ciudad les pertenece desde que se la dieran en propiedad como premio al papel que jugaron en la conquista castellana de Sevilla y otros territorios andaluces. Hay artículos en la prensa conservadora hispalense, sobre las sillitas de los chinos y la gente de los barrios que abarrotan el centro de la ciudad – a los que llaman “fauna”-, que serían delito si en lugar de pobres los señalados fueran minorías raciales o religiosas, mujeres u homosexuales.
Frente a esta realidad popular, en la que el pueblo llano se apodera de los símbolos religiosos y los convierte en una fiesta de la primavera en el que la resurrección es la metáfora para celebrar la vida, una parte de la izquierda ni intuye los componentes subversivos, progresistas, de clase y de identidad anticolonial que atesora la Semana Santa de Andalucía, dejándole a la derecha el campo libre para poder convertir estos espacios populares en conservadores, rancios, reaccionarios, altavoz del nacionacatolicismo, clasistas y lobby con el que influir en las decisiones diarias de los pueblos y ciudades de Andalucía.
La izquierda atea sin matices y los fundamentalistas religiosos coinciden en pretender dejarle el inmenso potencial de la Semana Santa a la jerarquía eclesiástica y a la derecha, en negar el componente popular y comunitario que tienen las cofradías, las actividades que organizan el resto del año —que dinamizan la vida sociocultural de muchos pueblos y barrios— y la subversión que supone que, en un mundo globalizado, haya un país al sur de Europa que se pasa por el Arco del Triunfo la mirada de conquistadores con la que se observa a Andalucía en Semana Santa —ojalá sólo fuera en Semana Santa y no todo el año—, y que supo hacer de la exageración y de la inteligencia popular sus mejores herramientas para sobrevivir a las expulsiones, inquisiciones y persecuciones que sufrió el pueblo andaluz tras la conquista castellana y católica o tras la Contrarreforma. Sevilla, junto con Valladolid, fue el principal foco de propaganda luterana de España. Casualmente, Valladolid y Sevilla son dos capitales de la Semana Santa.
La Contrarreforma se ocupó con descaro por evitar la fuga de fieles, para lo que celebró un concilio. Así, en el siglo XVI la Iglesia decide sacar las imágenes del centro de las iglesias para que procesionen por la calle y acercarlas al pueblo llano que se alejaba de una Iglesia corrupta que perdonaba los pecados a los ricos que tuvieran dinero para pagar el perdón y que sufrió un cisma que rompió en dos la cristiandad. Si la Iglesia prentedía acercar la fe al pueblo y luchar contra la fuga de fieles, el pueblo andaluz se adueñó de las imágenes, se las quitó a los conquistadores y salió a la calle a gritar que, en una tierra de judíos, musulmanes conversos y propagandistas luteranos, se era más católico que en otros territorios, en la calle, porque dentro de las casas los andaluces siguieron siendo rebeldes al lema uniformador de Castilla: “Un dios, una ley, una moneda y un rey”.
Cualquier izquierda que quiera ganar las elecciones en Andalucía tendría que empezar por querer entender al pueblo andaluz, por asomarse a su realidad con matices y por no adoptar el discurso colonial, andaluzófobo y clasista que, desde fuera de Andalucía, se tiene contra la Semana Santa y quienes la celebran apasionadamente. El ateísmo también necesita ser adaptado a Andalucía, porque lo que para un laicista madrileño o navarro puede significar una procesión religiosa en la que no deben ir los representantes políticos, para un andaluz puede ser una manifestación cultural y popular en el que las imágenes religiosas son la memoria sentimental de un pueblo, el andaluz, que se emociona en un gran festival estético de flores, barroco, música, incienso y luna llena y resucita a la vida a través de la muerte y resurrección. En un mundo globalizado, nada me parece más revolucionario que conservar lo que forma parte de nuestra memoria sentimental. Es lo único que no podrán destruir, lo único que nos hace diferentes e indestructibles frente a quienes quieren que seamos todos iguales estéticamente y desiguales en derechos, para que así quepamos en los grandes centros comerciales del capitalismo.
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