La senda de los perdedores

Antonia Nogales

Periodista & docente. Enseño en Universidad de Zaragoza. Doctora por la Universidad de Sevilla. Directora de Radio Unizar. Investigo en Grupo de Investigación en Comunicación e Información Digital de la Universidad de Zaragoza.

Unas jóvenes en una concentración contra el auge de Vox. FOTO: MANU GARCÍA.
Unas jóvenes en una concentración contra el auge de Vox. FOTO: MANU GARCÍA.

El escritor Charles Bukowski dijo una vez que la diferencia entre una democracia y una dictadura consistía en que en el sistema democrático puedes votar antes de obedecer las órdenes. Creo que estos días siento un renovado respeto por el autor de Factótum. He recordado sus palabras en una semana negra. Desde el pasado domingo se abrió una herida que no deja de supurar. Puede que las miles de almas que han recorrido las calles andaluzas en busca de un grito de alivio hayan mitigado en algo el dolor. Pero ¿cómo combatir un mal que dolió más a otros?

A mí me duele mi abuelo, allá donde quiera que esté. No pude evitar pensar en él este 2 de diciembre. Pensé en todo aquello por lo que luchó, en la guerra que lo traumó, en todas las elecciones que no vivió, en la clandestinidad forzosa de sus pensamientos. Pensé en él. Vino a mi cabeza durante toda la noche y sentí vergüenza. Me avergoncé de todo lo que se había quedado por el camino, de la sensación de no haber aprendido nada y de mi propia indefensión. 

Incredulidad, rabia y desesperanza. También algo de paranoia —no lo negaré— pues esto de no saber de quiénes han venido tantas malas decisiones desconcierta bastante. Y me cuesta encontrar respuesta a quién me repugna más. Si quienes defienden sin tapujos que hay que cerrar medios públicos, quebrar la memoria histórica o frivolizar con la violencia de género, o aquellos que los utilizan como peldaño para su ambición política. A la repulsión natural que pueden inspirar la violencia, el odio y la xenofobia, habría que sumar la que provocan quienes están dispuestos a pactar con el diablo. Y es que si asquea escuchar a ciertos sucedáneos de político fascista, más demencial resulta ver cómo otros ni siquiera los cuestionan como apetecibles socios de gobierno.

Y esos, esos que están dispuestos a todo por hacerse con los 12 escaños de la vergüenza, son los que vienen a regenerar nuestra tierra. Por ello, ese que no para de perder votos y adeptos, el que le pidió su confianza hasta a una vaca de la campiña cordobesa, salió sin atisbo de pudor a festejar a la calle San Fernando como si acabara de ganar la Liga. Por ello, el hombre gris que enarbola el naranja se erige hoy en presidenciable y cuenta con la complacencia de quienes pretenden dinamitar la autonomía andaluza. Esa que tanto costó conseguir. Esa por la que murió Caparrós. Sinceramente, no sé quién debe avergonzarnos más: si el tonto útil —el factótum encargado del trabajo sucio—, el perdedor nato con facha eterna de señorito andaluz o el hombre gris naranja a quien Dios ha venido a ver. O nosotros mismos. Probablemente, esta última es la respuesta más certera.

En 1982, Bukowski escribió La senda del perdedor, una novela donde su personaje fetiche mostraba los patios traseros del sueño americano, donde los parias eran parias sin nada de romanticismo. Donde los villanos lo eran más porque eran reales y acuchillaban sin piedad. Sin una gota de ilusión, ni de entusiasmo. La civilización era para Bukowski una causa perdida y la política, poco menos que una charada. La senda de los perdedores está hoy más repleta que nunca. Cuando pierde la tierra, cuando fracasa la historia, no gana nadie. Nadie en absoluto.

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