Se cumplen algunos años de la matanza en Srebrenica. Una prueba inequívoca de lo que el ser humano hace cuando la patria y la supremacía de algún tipo se revuelcan en el fango, con lujuria, en alguna contienda militar. Explicar para el lector la guerra en Yugoslavia sin viajar en el tiempo al imperio Otomano y hasta la muerte de Tito, pasando entre ellas por la primera y la segunda guerra mundial sería dar un relato sesgado e insuficiente. Algo tedioso para los que un domingo por la mañana nos abrimos el ordenador y queremos encontrar algo ameno en un artículo de opinión. Para lo otro está la Wikipedia, ¿verdad?
En estas líneas, lo único que pretendo es resaltar algo que me impactó, la sonrisa malévola de Ratko Mladic. Lo recuerdo de un documental que vi no hace mucho. Aquel general serbio despachaba con las fuerzas de la ONU, con una cabeza de cerdo cortada, en frente de su interlocutor, sonriendo. Sin que le temblara el pulso, consiguió dejar a la comunidad internacional con otro ictus histórico. Al parecer, en el viejo continente, ya teníamos arreglado y protocolizado cualquier solución para el más mínimo intento de genocidio. Pues bien, acabando el S. XX repetimos los mismos patrones horribles. De nuevo, civiles fueron masacrados por su raza, su religión, su pasado y aniquilados por un líder iluminado. Trataba de alcanzar, en nombre de él y de su masa alienada, la venganza para su pueblo. La historia, eso creería, al cabo de unos años, y los que escriben para los vencedores, se encargarían de absolverlos, enmarcándolos, con la contextualización, en nombre de un bien mayor y necesario… Milosevic y su carnicero Mladic llevaban en las tripas la necesidad de resarcir a Serbia de todos los agravios sufridos por todos sus enemigos, sin la menor piedad.
La condena por el Tribunal Penal Internacional al ex general serbio ha sido inequívocamente una buena noticia. Pero, como siempre, para los inocentes todo llega tarde. EE. UU y la UE pudieron parar aquella masacre. Todo se ralentizó, parece que, en Ginebra y New York, en aquellas fechas, jugaron a un ajedrez demasiado lento, sacando a la reina demasiado tarde. A posteriori, bombardear Belgrado pareció la solución para terminar con la guerra. Pero el odio y la venganza quedaron instalados en una Bosnia que comparte todas las opciones posibles, ya siniestras, de convivencia.
Este asesino que masacró Sarajevo y la arrasó en nombre de la Gran Serbia, quemando su gran biblioteca y bombardeando un mercado lleno de mujeres y niños, sonríe. En esa sonrisa, que sólo tienen los que lideran tóxicamente, goza. Como los que se reconfortan en el poder, en cualquier forma que se dé y en el mal uso de la fe, como dice la canción de Pedro Guerra. Ya sea en el poder miliar, el religioso, el empresarial, el del patriarcado etc. Quién es un drogadicto del éste se desenmascara siempre, como los dientes del que fuma droga en papel de plata. Tienen una mirada altiva pero vacía, como cuando los tiburones atacan y velan sus ojos en una oscuridad profunda, digna del abismo abisal.
No me apetece hablar de cuando Yugoslavia convivía en paz, ni por qué el capitalismo europeo y sobre todo alemán sedujo a croatas o eslovenos y a otros pueblos balcánicos a sentirse más apegados a lo que ya consideraban una razón de peso para marcharse. O de la posible deriva totalitarista del comunismo, quien sabe… Sólo voy a quedarme con esa sonrisa de tiburón y su mirada. En todas las banderas del mundo ya sean de países colonizadores o colonizados, en su escudo, deberían imprimir esos ojos inertes y esa sonrisa, la de Ratko. Como un escualo que acude a la sangre y nos recuerda que todo puede volver a pasar. En un ciclo que parece una maldición eterna para el ser humano.