Hacia 1939, Rafael Rubio Carrión solía sentarse todas las mañanas a la puerta de su casa del barrio de Heliópolis. Rodeado de un pequeño jardín pensaba en un mundo perdido y sus fantasmas. Ni él mismo quizás sabía por qué continuaba vivo, cuando tantos de sus amigos y compañeros habían sido asesinados por el sanguinario y grotesco General Queipo de Llano y su banda de matarifes.
Aunque aún no era viejo, casi todo le parecía muy lejano, como si sus pasos se dirigieran a la oscuridad; el barrio luminoso y alegre que ayudó a levantar en aquellos años veinte, cuando la ciudad preparaba la exposición iberoamericana, era una cárcel donde llegaba el rumor de un combate perdido, nada quedaba allí para guiarlo hacia una salida, sólo el apoyo de su esposa Lola con su familia.
Lejos quedaban los primeros centros republicanos, las asambleas, las elecciones y finalmente los interrogatorios y el juicio, todos los recorridos de aquella república vencida y ensangrentada; lejos el día que se unió a un joven Martínez Barrios para emprender junto a otros muchos el largo camino hacia un nuevo horizonte de cultura, fraternidad y libertad.
La mañana del 14 de marzo de 1941, la explosión de un polvorín en el humilde barrio del Cerro del Águila le sobresaltó hasta el terror más profundo. Apenas unos pasos más, unos días más y el adiós definitivo, faltaba la macabra sentencia del fascismo que llegaba siempre sobre los muertos.
Lo recuerdas cuando ves antiguas fotografías e historias de aquellos años, la ciudad que al comienzo del pasado siglo quería cambiar y se abría hacia el sur. Una generación de mujeres y hombres que luchó de veras por un nuevo país y terminó en la fosa del olvido.
Como en un extraño diálogo de Swedenborg en las habitaciones y moradas de los ángeles, voy contándome una historia por el cementerio de San Fernando, he venido a visitar a un ilustre hijo de la ciudad que ha regresado, un desterrado y perseguido hijo de estas postrimerías sevillanas, Diego Martínez Barrios; le he dejado en el libro que el Ayuntamiento de Sevilla ha puesto para la ocasión un recuerdo de mi tío abuelo, Rafael Rubio.
Después de tanto tiempo he sido testigo del encuentro de dos viejos amigos y vuelvo al viejo epitafio de los Salmos: “Descansan junto a sus padres”. A esta hora temprana, por estas calles solitarias, los buenos días del sepulturero son realmente buenos días y no una contraseña macabra de algún enemigo de los judíos o los masones. El tiempo ha destruido las lápidas de mis difuntos, pero yo regreso con su profecía y sus sueños en esta hora del amanecer y la esperanza.
Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence. Y es ese enemigo que no ha cesado de vencer.
Walter Benjamin