Me sorprendió verla sentada, al subir al autobús que nos llevaba al hotel de Múnich, donde estaríamos de paso unas 24 horas; las justas para visitar lo más representativo de la ciudad. Luego, seguiríamos viaje por las ciudades del circuito Baviera-Austria. Me di cuenta enseguida de que me había llamado la atención en el vuelo entre Madrid y Munich. Por su volumen, ocupaba dos asientos, que seguramente tenía que pagar, pero no se me ocurrió que era una turista más. No parecía capaz de realizar la previsible gesta de ir y venir de un sitio para otro, tratando de visitar todo lo que los guías turísticos se empeñan en enseñarnos cuando llegamos a un lugar históricamente interesante.
A su lado viajaba un hombre de unos 70 años. Al principio no pensé que tuvieran nada en común, porque entre ellos no había comunicación verbal ni corporal. Silencio absoluto, ni una sonrisa, como dos desconocidos…, o peor, como enemigos, porque lo que hacemos generalmente entre desconocidos es intentar entrar en contacto; y mucho más si estamos de viaje. El compañero o compañera de asiento suele ser alguien de una ciudad diferente, con motivaciones desconocidas, y con una vida quizás interesante, que al menos a mí me apetece siempre descubrir. Fue al llegar al hotel cuando advertí que, efectivamente, aquellas dos personas eran una pareja.
Los compañeros de viaje debían de tener la misma impresión sobre aquella mujer, porque al tercer día se puso en evidencia que la pareja había sido observada desde el principio y empezaron los comentarios, las suposiciones y las hipótesis. A ella se la veía cada vez peor. El rostro impertérrito, sin un asomo de emoción, ni buena ni mala. Su cuerpo… su peor enemigo, porque apenas si podía mover las piernas; lo arrastraba, como un pesado fardo, mientras él, un hombre delgado y todavía de buen ver, se mostraba con total solicitud y cuidado. De vez en cuando pasaba su mano por el escaso cabello de la mujer, o la acariciaba fugazmente, como si temiera un rechazo de aquella mole incapaz de devolver gratitud, de esbozar una mísera sonrisa o establecer el más mínimo contacto visual, verbal o corporal con su compañero.
Por el contrario, todos mostrábamos interés y empatía por ella, pero sobre todo por él, al que veíamos como una víctima en manos de una mujer sin sentimientos. Y es que lo mejor del viaje se lo estaban perdiendo. Ya en el maravilloso castillo de Neuschwanstein, en Baviera, se manifestó lo absurdo de aquel viaje. No pudieron acceder a la visita. Ella se ahogaba con sólo subir tres o cuatro escalones. Se quejaba continuamente de lo poco considerados que eran los viajeros. Quizás se había creído que éramos nosotros quienes nos teníamos que adaptar a sus dificultades y su ritmo. ¡Increíble! Y él, el “pobre hombre” como ya era observado por todos, amablemente, con una paciencia infinita, la acompañaba, mientras que todo el mundo disfrutaba de las vistas y de los hermosos salones diseñados por un príncipe excéntrico que nunca aceptó que el mundo estaba cambiando.
Ya se hablaba de que era un viaje que rememoraba otro de 20 años atrás, cuando todavía eran jóvenes. Lo habían comentado en las horas de las comidas, cuando compartían mesa con algunos viajeros. ¿Y si era un viaje de despedida? Decían algunos, los más fantasiosos. ¡Qué romántico, y qué pena!, ¿verdad? Desde luego, ella está muy mal, apenas puede respirar. A esta mujer le da algo un día de estos. Y él, qué amor… Eso sí que es amor, con qué mimo, con qué cuidado y solicitud la trata. Y ella, qué desagradecida. Como si se lo mereciese todo. Y luego dicen… Uno de los viajeros se me acerca y hace un comentario muy certero: ¿Pensaríamos igual si la situación fuese la contraria?, me dice. ¿Por qué nos da tanta pena un hombre que se sacrifica por su mujer y le da todos los cuidados que necesita? Estamos hartos de ver a mujeres que dedican toda su vida a la familia sin quejarse y nos parece normal. Pues sí, pensé. Tiene razón. Habría que escribir sobre el tema.
Llegamos a Innsbruck y vuelve a repetirse la escena. Hubo un momento en que pensamos que había que llamar a una ambulancia. La mujer se ahogaba, le faltaba el aire, camino del funicular, para contemplar el bellísimo panorama de Los Alpes. Otra visita que su situación le impidió realizar, y todos preguntándonos por qué el hombre no la dejaba ni un segundo. Nada hubiera impedido dejarla tomándose un café, mientras él disfrutaba del hermoso panorama. Definitivamente: era una mujer egoísta, por muy enferma que estuviera. Y además, ¿para qué viene a este viaje si no puede hacer nada? Era la comidilla del grupo. Los más curiosos se sentaban junto a ellos en la comida para conocer la historia que poco a poco se extendía, iba llegando de boca en boca, probablemente, transformada por la fantasía de unos y de otros.
Quedaba un día de viaje y un compañero, amante de las historias románticas, como yo, me abordó con la siguiente noticia: “Esta mujer tiene un enfisema pulmonar”, creo que lo ha explicado en el desayuno a unos compañeros de mesa. Claro, ahora se entiende. Por esa razón se ahoga cuando sube la más mínima cuesta. Yo me había dado cuenta mientras viajábamos en el autobús de que, incluso sentada, respiraba con muchísima dificultad. Ya lo teníamos claro. Con esa enfermedad seguro que no dura mucho y vienen aquí a despedirse, recordando su viaje en plena juventud. ¡Dios mío, qué romántico! Pero, ¿por qué ella se muestra tan amargada y desconsiderada? Es que eso no es normal, decíamos, mientras intentábamos comprender la situación y perdonarle la vida a la pobre mujer.
La mañana del día final del viaje nos tocó desayunar con la pareja. Era la primera vez que veía de cerca sus ojos y contemplaba su rostro sin disimulo. ¡Caramba!, pienso. Si es más joven que yo. No pasa de los 60 años. Y no está tan gruesa como parecía, cubierta con el poncho que, por cierto, no se ha quitado en todo el viaje. Ahora va vestida con ropas más livianas e informales, se ha desprendido del gorro que le daba un aire de viejecita británica y ¡oh sorpresa!, tiene voz, mantiene una conversación con los compañeros de la mesa. Le pregunto qué tal se encuentra y responde que mucho mejor. Y es evidente. Su aspecto no tiene nada que ver con el que ha tenido en vilo a todos los pasajeros durante la semana. Eso sí, devora las tostadas con mantequilla, los huevos revueltos, y todo lo más consistente que ha encontrado en el bufet del desayuno. No es una mujer obesa, como parecía, aunque sí gordita. Respira normalmente y nos cuenta que ya tiene mejor el pie que se había lastimado dos días antes de salir de viaje y que le ha impedido seguirnos en nuestras excursiones. Lástima, porque le hacía mucha ilusión volver a visitar estos lugares que le traen tan buenos recuerdos.